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Las palabras de un dirigente político debieran expresar siempre moderación y racionalidad, sobre todo cuando se dirige a la sociedad en el marco de una campaña electoral.
Lamentablemente, los argentinos vivimos inmersos en el mundo del revés: cuando nos habla, nuestra dirigencia privilegia la emocionalidad y el exceso.
La cosmovisión que nos transmiten de ese modo es absoluta y monocromática: siempre el mundo se divide en buenos y malos; quien nos habla es el único bueno elegible; siempre nos advierten que es “yo o el caos”; el oficialismo siempre está pergeñando un fraude; la oposición siempre es irresponsable.
En ese discurso, no hay lugar para la convivencia democrática, el pluralismo, la colaboración entre fuerzas distintas. De hecho, a menudo ni siquiera se habla bien de los propios socios políticos, que suelen ser tratados como la encarnación del mal.
Así las cosas, las coaliciones son buenas si las conduzco yo, no mi oponente interno; y los más indicados métodos de selección de los candidatos son los que, por supuesto, me favorecen a mí. Por extensión, el gobierno de unidad nacional que regularmente se nos propone en cada elección presidencial sólo será posible si gano yo, no cualquier otro candidato.
Si no se alcanza a ver que la unidad de una coalición debiera depender de un proyecto de país y no de su candidato, menos aun se percibe que un gobierno no sólo descansa en el Poder Ejecutivo, sino también en el Legislativo, de modo que la oposición con representación parlamentaria también gobierna. De hecho, las políticas de Estado se constituyen cuando un presidente y distintos bloques de diputados y senadores acuerdan una agenda de trabajo.
Si el agravio y la falta de respeto se confunden a diario con la libertad de expresión, estamos lejos de ese consenso. Por el contrario, la práctica constante de la injuria debilita la institucionalidad democrática.
Como supimos señalar en ocasión de otra campaña, aquí se insulta a quien simplemente ha criticado lo que uno hace; se construyen comparaciones ofensivas para descalificar a un oponente; se utiliza un vocabulario apocalíptico para señalar lo que sucederá en un futuro cercano; y a veces incluso se cae en la apología del delito.
No hemos sido los únicos que abogamos por un cambio en el discurso político. La Iglesia Católica supo pedirles a los candidatos madurez, respeto y cordialidad, porque al día siguiente de una elección deben “continuar dialogando y trabajando juntos por el bien común”.
Los candidatos no deben apelar a la injuria para caracterizar a sus oponentes. Porque con insultos no vamos a solucionar nuestros problemas.