
Cuando recién comenzamos a dar los primeros pasos en la vida, sobre todo cuando ingresamos en la adolescencia, creemos que podemos llevar al mundo por delante, entre ellos a nuestros padres. ¡Y así nos va también!...
Por 4
Pero aquel introito sólo tendrá su explicación y su por qué cuando le ponga punto final a esta nota, que sólo persigue el propósito de agradecerle a mi padre (QEPD) todo lo que hizo por mí.
Mi querido viejo fue siempre un hombre callado, a veces taciturno, al que jamás le escuché levantar la voz a nadie, aunque en su juventud, a su manera, había sido algo rebelde, como lo demuestra el hecho que, siendo muy jovencito, se alejara de la casa paterna para, con otros amigos, dedicarse a ser nutriero en arroyos de Gualeguay, Victoria y Nogoyá, sin que jamás nadie supiera explicarme por qué con Juan Bautista- su padre, formado en una rígida cultura conservadora, y una de las víctimas de la crisis del 30- aceptara la actitud del hijo menor. Pero habiendo transcurrido un tiempo prudencial, fue a buscarlo.
Como en aquellos días el trabajo escaseaba, don Juan Bautista, al que no le faltaban influencias políticas, contra la opinión de mi padre, logró hacerlo nombrar suboficial talabartero en el Regimiento 3 de Caballería, donde siempre se le reconoció su baquía profesional. Esto le permitió participar de sus cursos de perfeccionamiento en diferentes
ciudades del país siempre con notas brillantes, de las que nunca alardeó ni hizo conocer. Lo recuerdo dando clases de talabartería en la escuela de artes y oficios de Gualeguay, las que debió dejar sin efecto cuando, por orden superior, el C3 fue trasladado a Gualeguaychú, hecho que se produjo de un día para el otro, lo cual me impidió despedirme de mis muchos amiguitos de calle, hecho que me marcó para siempre, al punto que lloré en forma desconsolada durante todo el camino en el camión que nos trajo a esta ciudad. En la nueva casa sita en calle San Martín, casi frente a la Sala de Infecciosos des Hospital Centenario, por varios días me encerré a llorar en mi pieza de piso de madera.
Como mi padre era el que se ocupaba de la escuela, apenas radicado en Gualeguaychú, fue hasta la ex escuela Nro.44, que estaba ubicada en calle Moreno, donde cursé el segundo grado. Debo decir que el primer grado inferior y primero superior los había cursado en la Escuela Marcos Sastre de Gualeguay.
Concluido el segundo grado empezó nuestra nueva peregrinación de gitanos, aunque antes debo agregar que mi paso por “la 44” me permitió conocer a la Sra. Amalia Rodríguez Devoto y admirar su letra que parecía dibujada. Esto nunca pude olvidarlo.
De calle San Martín pasamos a vivir en suburbios Sur, a escasos metros de la Escuela Nº 11 que entonces se llamaba “Ernesto A. Bavio”… hoy no sé. Aquí cursé el 3er grado, y tuve por maestro a un docente de oro, don Cipriano González, aunque también guardo un grato recuerdo de la Srta.Aída Moreno.
Al año siguiente repetí grado como oyente -por no existir el cuarto grado, el que finalmente, pude cursar en la Escuela Torrilla donde el destino me regaló otro maestro de aquellos llamado Juan Carlos Mascheroni. Por primera y única vez fui escolta de bandera.!Qué orgullo!...
Pero aquella fue una experiencia que me dejó algunas pequeñas cicatrices, también salvadas por mi padre, que logró que un vecino de apellido Melgar, los días de lluvias o de intensos fríos –doy fe que inviernos eran los de antes- acercaba a sus hijos y a mí a ”la Torrilla” viajando en carro. De los regresos a casa ¡mejor ni hablar!
El gran problema surgió cuando mi viejo decidió que el 5º grado debía cursarlo en la Escuela Nº 3, Tomás de Rocamora. Otro en su lugar se hubiera amilanado pero él no. Fue así que al año siguiente, tenía que levantarme todos los días a las 6 de la mañana: mi madre me levantaba y me daba el desayuno. A las 6 y media, mi padre, atravesando campos y alambrados, me acompañaba hasta la guardia del cuartel, donde poco después de las 7, abordaba el colectivo militar que, a eso de las 7 y 30, me dejaba en la esquina de 25 de Mayo y Rocamora. Desde allí caminaba hasta la escuela donde debía esperar que la abrieran. Pero, una vez más, Dios me tendió su mano a través de los porteros Yerba y Sandoval, que me permitían a entrar antes a la escuela escapando del frío y a veces de la lluvia.
En quinto grado tuve la suerte de estudiar, la primera parte con Sarita Abramof, de la que nunca más tuve noticias- y la segunda etapa con la Srta. Gatti, una muy dulce y agradable docente de la que también perdí el rastro.
Les hablé de mi llegada a clase a quinto grado. El casi drama fue el regreso a casa, porque si bien mi padre había arreglado con un taxista de apellido Marín que me trajera de regreso, es que rara vez pude hacerlo y debía volver a pie a mi casa recorriendo más de cinco kilómetros. Lo más temprano que llegaba a casa eran las 2 de la tarde. Imagínense ustedes con qué ganas podía almorzar.
Jamás me quejé y fue un año que viví con alegría, sabiendo que al siguiente nos mudábamos a calle Bolívar 1341, a cuatro cuadras de la Escuela Rocamora, donde cursé el sexto grado con una maestra de lujo, que alguna vez tendrá que ser reconocida por lo mucho que aportó a nuestra educación incluso en el rol de profesora: estoy evocando la inolvidable figura de Lidia Cerruti, maestra de las aulas pero sobre todo de la vida.
Y está llegando al final la evocación de mi padre que ¡pobrecito! sin pronunciar reproche alguno, incluso llevándose por delante mil molinos de vientos, me empujó a seguir estudiando. Echó abajo mi excusa de abandonar los estudios con palabras muy simples y categóricas. “PRIMERO EL ESTUDIO, DESPUÉS EL TRABAJO. Hacer lo contrario es poner el carro delante de los caballos”.
En el día en que cumplo 51 años en EL ARGENTINO, aunque ya sea tarde, llorando, te digo ¡perdón por chiquilinadas y GRACIAS porque si soy algo en la vida te lo debo a vos, viejito querido!
ARI-SOL
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