Cada 1 de agosto, el país despierta con tres sorbos que mezclan fe, memoria y resistencia: la caña con ruda.
Redacción EL ARGENTINO
Antes de que salga el sol, en el silencio espeso del invierno, alguien destapa una botella guardada durante semanas. De su interior emana un aroma fuerte, verde, penetrante. Es caña con ruda, una bebida que no se toma por placer sino por convicción. En Entre Ríos, Corrientes, Misiones y en todo el norte argentino, ese gesto se repite con una fidelidad que asombra: tres sorbos en ayunas para espantar el mal, para abrir el mes con protección y renovar la energía del cuerpo y del alma.
La tradición, transmitida de generación en generación, sobrevive en barrios, parajes, ciudades y pueblos. No aparece en manuales escolares ni en calendarios oficiales, pero está presente en los hogares, las memorias y los altares populares. Su poder no reside en la ciencia, sino en el sentido profundo que encierra: un acto colectivo de autocuidado, una forma de fe sencilla que atraviesa clases sociales y fronteras religiosas.
La caña con ruda se prepara con aguardiente de caña —un alcohol fuerte y ardiente, conocido también como caña quemada— y hojas frescas de ruda, una planta que huele a viejo, a tierra, a historia. La mezcla se deja macerar durante días o semanas en una botella de vidrio oscuro, que debe mantenerse en un sitio fresco y alejado de la luz. Algunos le agregan romero, laurel, palo santo o cáscara de naranja. La receta no es única: lo que importa es la intención.
Este 1 de agosto, como todos los años, miles cumplirán el rito. Algunos lo harán en soledad, otros lo compartirán como se comparte un brindis sagrado. Tres sorbos, nada más. Ni uno más, ni uno menos. El primero, para limpiar el cuerpo; el segundo, para proteger el espíritu; el tercero, para atraer la buena fortuna. El orden puede cambiar, pero el simbolismo permanece.
El origen de esta costumbre se hunde en el sincretismo cultural del continente. Los pueblos originarios ya celebraban el 1 de agosto como el comienzo del nuevo ciclo agrícola, un momento para honrar a la Pachamama. La llegada de los conquistadores trajo la ruda, planta usada en la medicina y magia popular europea, y la caña, derivada de la caña de azúcar cultivada en América. En las comunidades afrodescendientes, criollas e indígenas, esas tradiciones se fusionaron y dieron forma a una nueva práctica, profundamente enraizada en el paisaje espiritual del país.
Hoy, la caña con ruda no solo se bebe. Se frota en las muñecas, se coloca bajo la almohada, se rocía en las puertas de las casas. Se regala en frascos pequeños como gesto de protección. En tiempos de incertidumbre, su valor se multiplica: funciona como ancla emocional, como escudo invisible, como símbolo de algo que persiste cuando todo cambia.
En el Litoral y el norte argentino, cada familia tiene una historia asociada a esta costumbre. Una abuela que la tomaba todos los años sin faltar uno. Un padre que enseñaba a prepararla en luna menguante. Una curandera del pueblo que decía que el mal no entra en una casa donde hay caña con ruda. Es una tradición viva, profundamente comunitaria, que se mantiene por la fuerza del relato oral.
Aunque la medicina moderna advierte sobre los efectos adversos de la ruda en altas dosis —es tóxica, abortiva y debe evitarse en embarazadas—, el ritual se sostiene con respeto y mesura. Nadie la toma por moda: se la bebe con seriedad, con cuidado, con el convencimiento de que algo invisible, ancestral, se activa con esos tres sorbos.
La caña con ruda no cura enfermedades, pero protege de otras cosas. De la angustia, de la incertidumbre, de los males que no tienen nombre. Es un acto de fe terrenal, un conjuro que —aunque no figure en el calendario— cada 1 de agosto vuelve a abrir caminos.