
“Las Servidoras me mostraban un horizonte tan amplio como la Iglesia misma. Nada le es ajeno a la Iglesia”

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Marisa Menta es licenciada en Economía y desde hace cuatro años rectora del Sedes Sapientiae. Pero es fundamentalmente una mujer consagrada al prójimo.
Hija de don Alfredo Menta y Nélida Lostra, es la mayor de dos hermanas.
“A los 30 años me vine a vivir a Gualeguaychú. Cuando vine, caí en la cuenta que mi abuela materna era de aquí. Así que de alguna manera fue como volver a un origen. Mi abuela era Saragoiti”, cuenta Menta su familiaridad con el entorno.
Desde hace cuatro años es rectora del único instituto superior que depende del obispado de Gualeguaychú, y que en 2013 cumplirá medio siglo de vida en la educación. Actualmente se dictan cuatro profesorados, tres tecnicaturas, posee un convenio con la Universidad Católica de Santa Fe por el cual los alumnos de técnico contable pueden recibirse de contador. En el Sede se tiene una matrícula aproximada a los quinientos alumnos y un plantel de casi cien profesores.
Marisa Menta es Servidora Consagrada y ella misma explicará qué implica esa vocación. Siguiendo las enseñanzas del padre Luis María Etcheverry Boneo-fundador de esa institución- se puede decir que es “alcanzar el cielo construyendo la tierra y construyendo la tierra mirando el cielo”.
El lema de su institución es “Recapitular todas las cosas en Cristo”, justamente para dar la impronta cristiana a la cultura contemporánea.
En el diálogo que mantuvo con EL ARGENTINO, Marisa Menta dedica buen tiempo al significado de las vocaciones –religiosas, matrimoniales, profesionales- y comparte cómo ella eligió la suya. “No como un sacrificio, sino como una elección de vida, un camino de felicidad”, lo dirá con esa mirada que se iluminada cuando la sonrisa viene del alma.
-¿Se acuerda cuándo vino a Gualeguaychú?
-Fue en 1990. Desde un principio me encantó. Nunca tuve problemas para adaptarme a ningún lugar. Pero, lo que más me llamó la atención de esta ciudad fue la cordialidad y que cada uno me invitara a su casa. Hace veinte años Buenos Aires no era la que es hoy y ya en esa época la gente no invitaba a sus amigos a su casa. En Buenos Aires nos reuníamos en un bar a tomar un café y a charlar. Pero aquí fue distinto. Otra calidez y otra calidad en las relaciones. En Gualeguaychú todavía se conserva una dimensión humana de la vida. Y cuando empecé a trabajar en los Colegios me sentí muy cómoda. Y desde el punto de vista eclesiástico también siempre me he sentido muy cómoda.
-¿Cómo fue la invitación a venir a Gualeguaychú?
-Soy Consagrada. Estoy en una institución como servidora consagrada. Y el que era obispo en ese momento, monseñor Boxler, que conocía a las Servidora porque ya habían trabajado en la diócesis (en Concepción del Uruguay), pidió a mi institución alguna servidora que pudiera venir para acompañar la catequesis escolar. Y así me propusieron que asumiera ese servicio. Al principio viajaba desde Buenos Aires a Gualeguaychú, hasta que una vez se me dio la oportunidad de radicarme en esta ciudad. Y así se fue abriendo la otra dimensión, que no la tenía para nada pensada, que es este trabajo en el campo universitario, en el nivel superior. Me vino muy bien porque necesitaba tener un trabajo rentado. Empecé a dar clases en Economía, aprovechando mi licenciatura en esa ciencia. Esa fue la ocasión para reconciliarme con la Economía, dado que me había recibido y no me había involucrado con esa materia.
-¿Cómo es su vocación de Consagrada?
-Somos Vírgenes Consagrada, es otra vocación. Desde chica siempre participé de las actividades de la Iglesia. Mi madre era religiosa, de misa de domingo, pero más para inculcarnos a nosotras que por ella misma. Pertenezco a ese estilo de familia que considera bueno que los hijos tengan formación religiosa. Mi padre era ateo, no creía. Pero tenía la virtud de ser respetuoso y creía que era muy bueno que nosotras tuviéramos una fe. Mi padre tenía una gran vigencia del orden natural. Sin fe existe un orden en la naturaleza y existe un orden en las personas y por lo tanto un orden en las conductas de las personas. Y como la fe cristiana está muy cerca de ese camino, diría que a mi padre sólo le faltaba ese paso hacia adelante que da la trascendencia. El asunto que nos mandaron a un colegio parroquial, pero no por una opción de fe sino porque era el que estaba más cerca de nuestro hogar. Y mi madre nos preparó para los sacramentos y nos alentó todo lo que fuera caridad.
-¿Y cómo fue esa experiencia?
-La caridad, tanto en mi caso como en el de mi hermana, vino inserta en la parroquia. Recuerdo algunas cosas de mi madre, que hoy me llaman más la atención que antes. En mi casa en general, pero mi madre en particular, siempre nos hizo ver que la caridad no tenía que ser anónima. Nos decía que teníamos que acercarnos a las personas, porque la caridad siempre son personas, con nombres y apellidos, con rostros, con historias personales. Nos alentaba a ahorrar durante la semana y ese ahorro nosotras lo teníamos que destinar a alguien en particular. Entonces, en el camino de mi casa a la Iglesia había varios mendigos. Por ejemplo, siempre le daba las monedas a una señora. Y mi madre nos enseñaba que teníamos que acercarnos a ella, saludarla, preguntarle cómo estaba y luego darles las monedas… la caridad no consistía en depositar las monedas en un tarrito y seguir el camino como si no hubiera nadie delante de nosotras. Mi madre siempre nos decía eso, que siempre hay una persona frente a nosotros. En el caso de mi hermana, ella se lo daba a una persona ciega y luego terminó estudiando profesora para ciegos. Y así empezó nuestra vida en la parroquia.
-¿Y cómo llega a la vocación religiosa?
-A los catorce años empecé a dar catequesis en la parroquia. Y terminando la secundaria, junto con otras chicas, organizamos el grupo de jóvenes en la Parroquia Nuestra Señora del Pilar de Buenos Aires. Ingreso a la Facultad y un compañero de la parroquia me comenta su interés por la vocación sacerdotal. Me pareció extraordinario su planteo. Él dudaba sobre esa vocación. Y así fue cómo él mismo me dijo que si me parecía fantástico que fuera sacerdote, por qué no me consagraba. Y así, a los 17 años empecé a plantearme si mi camino de felicidad, porque siempre lo viví así con felicidad, no sería la entrega total al servicio a los demás.
-¿Sabía ya cómo o de qué manera brindar ese servicio?
-No de manera concreta. Empecé a hablar más en profundidad con mi confesor. Mientras tanto estudiaba Economía en la Facultad. Y así empecé a interiorizarme sobre las distintas opciones religiosas y todo lo que fuera apostólico me entusiasmaba. Y mi confesor me habló de esta institución concreta de las Servidoras, que había sido fundada por un sacerdote argentino llamado Luis María Etcheverry Boneo. Es una vocación inserta en el mundo, cuyo carisma es instaurar todas las cosas en Jesucristo, tomando un lema de San Pablo. Así descubrí que era una vocación que me permitía abarcar todos mis deseos de servicio, porque era insertarme en el mundo y servir a la Iglesia y a Cristo en lo que Él me fuera mostrando. Eso fue lo que más me atrajo de esta vocación. Había visto otras vocaciones religiosas que estaban más orientadas a la educación, a los enfermos, a los pobres o que tenían colegios propios. Eran carismas orientados de acuerdo al espíritu de su fundación a servicios muy concretos o específicos. Pero, las Servidoras me mostraban un horizonte tan amplio como la Iglesia misma. Nnada le es ajeno a la Iglesia. Todo lo que sea el hombre y todas las necesidades del hombre, la Iglesia puede atenderlo. Y en esta vocación es lo mismo.
-¿Cuál es el límite de ese servicio?
-Diría que el único límite para este servicio vocacional es mi propio límite. Yo no puedo hacerlo todo. Pero en esta institución, donde somos muchas, de alguna manera lo que cada una hace es el servicio de todas. Eso fue lo que me resultó apasionante.
-Está claro que Iglesia es familia. ¿Pero cómo es el proceso de renunciar a formar una familia, en términos civiles?
-Entiendo. Me costó mucho. Especialmente porque viví en una familia muy linda. Mis padres eran un ejemplo de matrimonio muy positivo, digno de imitar y que invitaba al casamiento. Incluso mi entorno social también ofrecía modelos de familia muy positivos. Es decir, no huí del matrimonio sino “renuncié”. Pero renuncié no haciendo un sacrificio sino asumiendo una opción, un camino de felicidad.
-Es de imaginar que renunciar a la maternidad no ha de ser fácil.
-No, en absoluto. De hecho renunciar a la maternidad fue lo que más me costó. El saber que no iba a tener hijos como todas las demás, me costó mucho. Pero, cuando descubrí y luego con el tiempo ratifiqué que vivir la vocación de Consagrada es vivir una maternidad distinta, me di cuenta que una no renuncia a ser madre.
-¿Entonces Consagrarse es no renunciar a ser esposa ni madre?
-Exacto. Es optar por ser esposa de Jesucristo. Es decir, poner todo el corazón de la misma manera que cualquier joven pone todo su amor y su proyecto de vida junto al otro. Bueno, la Consagrada lo hace con Cristo. Y por lo tanto, todos los hijos del esposo se convierten en hijos propios. Es cierto que eso se descubre y se vive con el tiempo. Al momento de tomar la decisión de consagrarme, sabía que tomaba el camino de felicidad. Entiendo que quien no ha vivido un planteo vocacional, tal vez le cueste más comprenderlo; pero cualquiera que se haya enamorado está cerca de entenderlo, porque en realidad es una opción de amor. Y fui y soy muy feliz. Jamás lo he vivido como un martirio.
-Le ha pasado “flaquear” alguna vez…
-No. Aunque la única vez que tuve alguna duda, que pensé que mi vocación de Servidora –siendo ya Servidora- podía cambiar, fue cuando pensé que podía ser Carmelita. No es flaquear eso. Era optar por una vida de apostolado directo o vivir ese apostolado como raíz de un árbol, de manera distinta, más desde la oración. Fue algo breve de todos modos. Y tampoco fue tan conflictivo.
-¿Socialmente la limita ser Consagrada?
-En absoluto, tengo amigas como todo el mundo. No hay nada extraño. De todos modos, creo que ayuda que nuestra vocación esté inserta en el mundo, que no vivimos en una comunidad o usamos un hábito. Tenemos una profesión y hablamos el mismo idioma cotidiano que cualquier persona. Nunca he sentido limitación alguna. De todos modos, no negamos ni ocultamos nuestra vocación… ni tenemos necesidad de hacerlo. Además estamos viviendo la diversidad, especialmente en la cultura, y nuestra vocación forma parte de esa diversidad.
-¿Por qué ocurre estas cosas?
-Deben concurrir varias causas. Una de ellas es que el horizonte está cada vez más cerca y nuestras decisiones ya no son a largo plazo y cada vez son más a corto plazo. Es muy difícil hoy hablarle a un chico del esfuerzo y el estudio pensando en los frutos de su carrera. Cada vez el corto plazo lo tenemos más presente y perdemos capacidad de planificar, de ver más allá. Y al perder el horizonte, de alguna manera perdemos el rumbo. Es como conducir en un día de niebla, donde se toman decisiones para esos dos metros. Por eso el corto plazo nos sumerge en una vorágine donde lo más importante es el hoy y no el otro. Y para seguir con la metáfora de la niebla, nos cuesta mucho descubrir que el otro está delante de nosotros. Entonces las opciones muchas veces se toman atendiendo solamente lo individual. Y si bien lo individual es un aspecto importante que se debe tener en cuenta, el mundo no empieza y termina en uno. A veces cuando los alumnos o los profesores, también me suelo escuchar a mí misma en determinadas demandas, decimos que cada uno es único e irrepetible y exigimos todo. Es cierto, Dios nos hizo únicos e irrepetibles. Y eso lo tomamos muy en serio, especialmente para formular nuestras demandas. Pero hay otra parte, que Dios no nos hizo solamente únicos, sino una cantidad de únicos e irrepetibles que viven en sociedad y deben ser escuchados y atendidos.
-Eso es comprender que crecer en la vida en completarse…
-Así es. Reconocer que somos limitados. Pero el sentido de pertenencia, que somos parte de una pareja, más tarde de una familia, nos cuesta cada vez más como sociedad. Hoy hablar de renuncia cuesta mucho. Y la verdad es que hacemos diariamente una cantidad de renuncias, que no es ir en contra de uno, sino construir la posibilidad de vivir en sociedad. Y vuelvo a la falta de horizonte y de respeto a las normas. Los conflictos son parte del vivir en sociedad, pero el diálogo exige reconocer al otro como tal. Los Consagrados llamamos a ese diálogo oración. De la misma manera que alguien tiene un conflicto familiar y debe dialogar con su pareja para superar alguna dificultad, nosotras las Consagradas debemos dialogar con nuestro esposo, que es Jesucristo, a través de la oración. En mi “matrimonio” tengo algo seguro: que el cincuenta por ciento se hace bien y lo hace Él. Soy yo la que debo estar en sintonía y comprender qué se espera de mí. Si dos esposos dejan de dialogar o ya no se miran como a la persona que eligieron para toda la vida, ese matrimonio seguramente no durará y en todo caso serán dos vidas paralelas que incluso pueden compartir el mismo techo. De la misma manera, si una Consagrada no reza, no tiene oración, puede convertirse en una solterona, en alguien que ha profesionalizado su vocación de consagrada. Por eso tenemos que tener siempre este vínculo fuerte del primer amor. ¿Por qué me consagré? ¿Por qué quería vivir sola y sin problemas familiares? No. ¿Por qué quería realizarse profesionalmente? No. ¿Por qué quería ser dueña de mi tiempo? No, de ninguna manera. Me consagré porque quería servir a Cristo y a la Iglesia, tal como me lo van pidiendo. Sino miro a Jesucristo en su persona en la Oración y en la Iglesia en su encarnación hoy, entonces pierdo el sentido de mi vocación y dejo de ser una consagrada.
-¿Y su vocación docente?
-De chica la descubro, porque ya estando en la secundaria doy clases de catequesis. Siempre tuve vocación como educadora, porque desde los catorce años doy catequesis. Y estudié Economía diría casi como una deformación familiar. Mi padre quería estudiar para Contador, pero justo en su época había cerrado la facultad. Y la verdad que me planteé del siguiente modo: ¡Cómo no estudiar! Si vivía en Buenos Aires, a pocas cuadras de la facultad, gustándome las Ciencias Económicas. Así me planteé estudiar la licenciatura en Economía en vez de un profesorado, lo que constituyó a la postre en un error en la elección de la carrera. Finalmente, estudié Economía y pensaba que con eso podía cambiar el mundo. Todavía quiero cambiar el mundo, porque esa es mi opción siempre. Bueno, me recibí pero nunca ejercí. Siempre trabajé en el campo educativo, en el campo pastoral. Por eso sostengo que con la Economía me reconcilio recién en Gualeguaychú, cuando comienzo a dictar clases en la Universidad de Concepción del Uruguay. Pero, claro, mi trabajo con la Economía es a través de la docencia. Personalmente siempre quise ser docente, pero no la estudié desde el inicio y más tarde realicé un profesorado. Por eso digo que mi campo es la enseñanza. Y desde que estoy en Gualeguaychú comparto el enseñar Teología y Economía.
-Siente que en su infancia había otras calidades en materia de autoridad que en la actualidad…
-No de manera específica. Aunque reconozco que hoy los cambios han sido tan vertiginosos, que incluso a nosotros, yo tengo cincuenta años, todavía nos cuesta reconocer y adaptarnos a algunos cambios. Nosotros también hemos generado cosas para que no se respete la autoridad. Y quienes ejercemos alguna autoridad en un determinado ámbito, no sé si hemos estado siempre a la altura de las circunstancias. A veces podemos echar la culpar en el afuera y decir: no tenemos modelos de autoridad. Pero si nos sinceramos, debemos concluir que nos cuesta ser autoridad. Ser autoridad es una gran responsabilidad e implica muchas veces tomar decisiones duras, hacer observaciones que el otro no quiere escuchar. La autoridad, en cualquier orden, debe asumir el costo de poner un límite. Es cierto que nuestra generación no tiene muchos modelos de autoridad y quedamos dando vueltas en un círculo vicioso: no tenemos modelos y cada vez nos cuesta más ser autoridad. Pero, reitero, tenemos que asumir nuestras responsabilidades sin olvidarnos de ninguna.
-Otro tema interesante es cómo está instalada la cultura de la queja.
-Es tremendo. La queja está institucionalizada. Muchas veces, por ejemplo, nos alarmamos por la poca cantidad de alumnos que ingresan al profesorado. Pero pocas veces analizamos o reflexionamos que los profesores vivimos quejándonos todo el tiempo y no mostramos un rostro alegre o decimos que esta vocación nos encanta. Por más pertinentes que sean las quejas por los sueldos, las condiciones edilicias, que los padres acompañen mejor a sus hijos y un largo etcétera, nos sumerge en un mar de quejas. Después no hay que asombrarse, porque nadie elige una carrera para sufrir. Y si transmitimos que en el profesorado todo está mal, difícilmente alguien opte por esa carrera. Hay que tener vocación para transmitir vocación. Las vocaciones sean profesionales, a la vida consagrada o al matrimonio, tienen una base en la naturaleza y en la capacidad de la persona pero también se despiertan a partir de descubrir que otros han encontrado un camino de felicidad. Juan Pablo II decía que las palabras mueven pero los ejemplos arrastran.
Por Nahuel Maciel
Fotografías Ricardo Santellán
EL ARGENTINO ©
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