
“El orden es importante para que las cosas salgan bien y esto es válido en todo oficio, en todo trabajo”

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El oficio de carpintero es considerado uno de los más antiguos. Y así se los reconoce. Incluso tiene una fuerte presencia bíblica. José, el padre de Jesús, era carpintero.
La carpintería es por otra parte como se llama el oficio, pero también el propio taller. Su materia prima original es la madera, aunque la vida moderna hoy ofrezca otros materiales.
Don Dimas Ismael Fernández es carpintero, responde al oficio original y antiguo. Actualmente sus trabajos se destacan por ser nobles y estar moldeados con las herramientas de antaño.
La presencia de la madera en la vida del hombre siempre ha estado ligada a su desarrollo. Por eso es un factor clave para describir la cultura de un pueblo. Ha sido significativa en todos los tiempos y lugares.
La construcción de muebles como elaborar los elementos para la construcción, fue siempre parte del lenguaje que expresa la idiosincrasia de cada pueblo o época.
El taller de Dimas está dominado por el aserrín y la madera que espera su transformación. El banco carpintero está agarrado al suelo. Es clave para este oficio y por eso predomina la escena. Rodeando ese banco hay martillos, serruchos, gubias, taladros, garlopas, cepillo de mano: herramientas que esperan su diálogo con la madera. El ejército de formones de diversas medidas y afilados también marca su presencia. Supo don Dimas desde la infancia que su vida debía estar ligada a la buena madera.
Antiguamente las comunidades sabían hablarle a la vida por su arte y su oficio.
Las comunidades rurales se caracterizaban antaño porque eran casi autosuficientes. Al hombre de entonces nada le era ajeno a sí mismo. Una persona podía levantar su casa, construir con su alma la cuna de sus hijos o hacer sus muebles e incluso fabricar sus herramientas de labranzas. En esa época, del árbol se tenía otra percepción, porque la madera predominaba en la construcción. Madera dura, semidura o blanda, siempre el árbol supo aportar para el encofrado, las bigas, pasando por los tejados, las aberturas como puertas, ventanas, postigos y escaleras. He ahí también el genio creador. Ni qué decir de los artistas como talladores o ebanistas. Los tiempos fueron cambiando. Ahí están, por suerte, esos oficios que llegan desde aquellos tiempos y hay otros nuevos que son indispensables para desarrollar al mismo tiempo el talento y la cultura del trabajo que prevalece en las comunidades. “Gracias a Dios, el de carpintero es un oficio que siempre tiene demanda”, confiará don Dimas a EL ARGENTINO.
Hay una imagen que no tiene fin: es el banco de carpintero de Dimas. Allí maneja la madera con comodidad y con un trato casi familiar. Marca, corta, ensambla, clava, elabora y logra el milagro de que el árbol se transforme en un uso doméstico dentro de un hogar.
Don Dimas recibió a EL ARGENTINO en la siesta del jueves. Primero invitó a pasar a su taller del barrio San Isidro, donde los residuos de aserrín en el suelo y el olor de la madera cortada prevalecen como escenografía. Inmediatamente, invita a sentarse bajo una galería fresca, cuyo techo y tirantes de madera exhiben, casi con orgullo, el oficio de este hombre que es también uno de los primeros egresados de la llamada Escuela Fábrica. “La que fundó el padre José María Colombo, un ser estupendo, grandote, de hablar pausado”. Así lo recordará.
Dimas Ismael Fernández es carpintero desde la infancia. En el Documento Nacional de Identidad dice que nació el 18 de diciembre de 1933, pero en la realidad lo hizo el 13 de agosto de ese año. “Era común en ese entonces que los padres se tomaran un tiempito para hacer esos trámites”, dice con humor.
Casado con Ana María Sack, es padre de dos hijas y abuelo de dos nietas. Y se presenta de esta manera: “Nací en el Barrio San Isidro, porque mi padre trabajaba en las chacras de don Felipe Sufardi. Luego mi familia se muda a calle Jujuy y Primera Junta, frente al almacén de los Nazar, en una casa que se la alquiló a la familia Legaria. Después de un tiempo, un vecino llamado don Juan Majul convenció y ayudó a mi padre para que comprara en la zona. Luego vendimos esa propiedad y adquirimos cinco lotes en el Barrio San Isidro, donde ahora estamos”.
-¿Dónde cursó la escuela primaria?
-Hice hasta cuarto grado en la Rocamora. Me acuerdo mucho de las señoritas maestras como Culó, Ausqui que era del Barrio Hipódromo. Me acuerdo de ellas porque me dieron mucho, especialmente cómo manejarnos en la vida. Eran severas y dulces al mismo tiempo, rectas y comprensivas. La directora era la señora Lapalma. Era la época donde si la maestra nos ponía una mala nota, los padres nos castigaban o acompañaban esa sanción, no como ahora que “ligan” las maestras. No entiendo cómo cambian estas cosas. Para nosotros en ese entonces y para mí en la actualidad la labor de la señorita maestra es sagrada.
-¿Y el oficio de carpintero en dónde lo aprendió?
-Nació de la siguiente forma. Con mi padre sembrábamos la manzana entre Clavarino, Franco y Primera Junta y Neyra. Toda esa esquina eran terrenos y solamente tenía en una esquina una casita que pertenecía a don Adolfo Piaggio, que tenía la carpintería grande en calle Bolívar. Cuando Piaggio limpiaba los talleres, traía los desperdicios de la madera a través del carro que manejaba don Barreto que era del Barrio Gervasio Méndez. Con carros tirados a caballo se repartían las aberturas y toda la carpintería que se necesitaba para las obras. El asunto es que a ese terreno que sembrábamos con mi padre, traían los residuos de los talleres de la carpintería grande e incluso de los corrales de los caballos que nos servían para alimentar la tierra donde hacíamos huerta. A las seis de la mañana nos levantábamos para dar vuelta la tierra a horquilla porque no teníamos arados. Teníamos frutales y entre medio de esas filas hacíamos quintas. Don Adolfo Piaggio venía todos los viernes con la canasta a buscar frutas y verduras. Él estaba casado con la hermana de la maestra América Barbosa.
-¿Pero qué tiene que ver eso con el oficio de carpintero?
-Espere. Ahora le voy a contar. Los viernes venía don Piaggio en su auto que era uno que le decían Baby, parecido a un citroën. Él se cargaba su canastita y todo lo que quedaba era para nosotros. Y cuando se sembraba papas, la repartija era tres bolsas para mi viejo y una para Piaggio. Esos eran los arreglos, todos de palabras. Bueno, el asunto es que cada vez que venía el carro con los desperdicios de la carpintería, yo juntaba los tacos de madera. De gurí chico, tenía siete, ocho años a mí me apasionaba esos recortes de maderas. Entonces mi viejo le habló a don Adolfo Piaggio para que yo fuera de aprendíz a la carpintería. Esa carpintería quedaba en inmediaciones de la Escuela Normal. Recuerdo que donde ahora está la Mutual del Frigorífico, en esos años era el almacén de los hermanos Rossi: ahí nos sentábamos en la puerta hasta que abrieran la carpintería.
-¿Así empezó como aprendiz?
-En ese entonces, ser aprendiz era ir a aprender un oficio y generalmente no se pagaba. Pero era casi un privilegio tener a alguien que te iba a enseñar a trabajar, a tener un oficio, un medio para ganarse la vida. Pero don Piaggio todos los sábados, cuando pagaba a su personal, siempre me daba cinco pesos que era un platal en ese entonces porque todo costaba centavitos. Era un lujo para mí aprender un oficio y encima que me lo pagaran. El capataz de la carpintería era un italiano de apellido Angellini, sabía muchísimo y le gustaba enseñar lo que sabía. Siempre lo recuerdo como un hombre generoso.
-¿Y qué hacía como aprendiz?
-Engrasaba todas las máquinas, con una grasera que era a rosca. Atendía una cocina enorme donde se ponía la cola de carpintero, porque en ese entonces la cola se calentaba, no como ahora que viene fría. Cada banco de carpintero tenía un oficial y yo tenía que suministrarle la cola o alcanzarle las herramientas para sus trabajos. Y cuando no tenía nada que hacer, me paraba frente al banco de carpintero de don Angellini y aprendía cómo él trabajaba. Cuando la jornada terminaba, limpiaba todo el taller, especialmente alrededor de las máquinas para que al otro día se ingresara a trabajar como corresponde. El orden es importante para que las cosas salgan bien y esto es válido en todo oficio, en todo trabajo.
-Siempre su oficio fue carpintero.
-Como trabajo, no. De la carpintería de los Piaggio me fui de cadete a la Librería “Mil Novedades”, de Paz Otero. Luego estuve un tiempo en la librería de Ferrando. Luego entré en el Café Paulista, que estaba frente al Correo viejo, frente la Joyería Nazzar que luego le pusieron Casa Kela. Ahí trabajé en la fábrica de caramelos. En realidad lo traían de Buenos Aires y nosotros lo envasábamos. Luego alquilaron un edificio grande donde hicieron la fábrica de caramelos.
-¿Cuántos años tenía usted?
-Quince, dieciséis años. Ahí fabricábamos el caramelo Kela. Traían la glucosa en tambores de 200 litros, que luego se pasaban a una olla de cobre gigante que ya tenía su vapor. Se hacía la pasta y se le agregaba el relleno en una mesa doble que era mantenida con agua caliente que era alimentada con una caldera. Esa pasta había como amasarla y luego se cortaba en tiras y se la pasaba a una máquina que hacía los moldes. Así se fabricaba el medallón de relleno, que era famoso en esa época.
-¿Y de ahí cómo llegó a la carpintería?
-Luego ingresé en 1949 a la Escuela Fábrica del padre José María Colombo. Soy de la primera promoción. Ahora nos queremos juntar para recordar esos días. De la Escuela Fábrica egresamos en 1952, en mi caso con la especialidad de tornería mecánica. Quiero decir algo: la Escuela Fábrica ha sido importante en mi vida, porque además de oficios uno ha aprendido a conducirse con los demás, a comprender mejor al prójimo. El padre Colombo era un hombre corpulento, pero de hablar pausado, suave. Ahí pasamos el primer año por todos los talleres: herrería, carpintería, tornería y hojalatería. Teníamos taller de mañana y teoría de tarde. Ahí me recibí en el ciclo básico, pero no pude seguir el ciclo técnico.
-¿Y qué hizo luego de la Escuela Fábrica?
-Me fui a trabajar a un aserradero que quedaba haciendo cruz con la Plaza Ramírez. Hacía trozado de eucalipto con la trozadora. Mi carpintería propia la armé luego de hacer varios trabajos en distintas estancias, en el campo.
-¿Cómo fue eso?
-Luego que hice el servicio militar, ingresé a la empresa de un italiano: Bomitale, que hacía la obra de Primera Junta para arriba. Él se había puesto una carpintería en Primera Junta y Franco, donde actualmente hay un comercio que vende cremas lácteas. Trabajé un buen tiempo con él y a los veinte y tantos de años me largué por mi cuenta a hacer trabajos de carpintería en el campo. En la estancia Ana María, en Palavecino, que era de la compañía suiza Argal, me llevaban para recorrer el campo para arreglar todas las tranqueras y todos los trabajos de la estancia como aberturas y cercos. Esa misma compañía tenía campos en Ceibas y marché también para esos rumbos, siempre con mi valijita de herramientas arriba del caballo. Me pasaba varios meses en el campo antes de regresar a mi casa.
-¿Trabajó en otros campos?
-Sí, en varios. En uno que guardo buenos recuerdos es en la Estancia La Argentina, que queda para el lado de las Islas Lechiguanas. Esa propiedad era de don Alfredo Elgue, padre de don Arturo Elgue. Un sobrino de Elgue, que era comprador de hacienda para el Frigorífico, me llevaba hasta Puerto Ruiz en una Estanciera. Y ahí tomaba una lancha que era pasajera que hacía el trayecto hacia Zárate. El viaje en lancha solo duraba como cinco horas, porque salíamos a las siete de la mañana y llegábamos al mediodía.
-¿Y cómo hacía con el banco de carpintero?
-Una vez lo tuve que llevar a la Estancia La Argentina. Fue casi una proeza. Y lo tuve que llevar porque en ese campo había una casa que se había construido el presidente Roque Saenz Peña, pero el río Paraná la estaba socabando. Era toda de madera. La desarmé, madera por madera, teja por teja; y en un terreno más alto la volví a armar. Esa casa tenía un techo todo de madera casi de treinta metros de largo, con piso de pinotea grueso, las paredes de pino blanco en el lado de afuera y de un machimbre más delgado del lado de adentro. En esa casa descansaba el entonces Presidente. Y la volvimos a armar con don Alfredo Elgue, como a doscientos metros, en una parte más alta. Haciendo esos trabajos ahorré plata y me puse mi propia carpintería en Jujuy y Neyra, donde actualmente funciona y la atiende mi hermano.
-Uno de los secretos del carpintero es conocer bien la madera.
-Es un secreto y la base del oficio. No toda madera se adapta a lo que uno quiere. Para la intemperie se requiere madera dura, otras como el timbú son ideales para aguantar la lluvia. Ese aprendizaje lo hice especialmente en la carpintería de los Piaggio.
-¿En la actualidad se ve la misma madera que en su época?
-Hay algunas, no en la misma proporción. Puede haber variedad, pero ha mermado la calidad. El cedro es un buen ejemplo, porque ya no es el mismo. Paso por el centro de la ciudad y veo las casas, la mayoría con aberturas que fueron colocadas por mí. La mayoría construidas a través del Banco Hipotecario.
-¿Qué herramientas le gustan más?
-Como gustar, aprecio a todas, porque todas las herramientas son útiles. Me encariño más con la garlopa, el cepillo de mano, el guillaume que es para hacer finitos en los marcos de las aberturas. Los formones, casi todas las medidas y bien afilados. Pero el secreto es saber trabajar la veta de la madera. Los carpinteros decimos que la madera es como una señorita, hay que saber acariciarla sin molestarla o incomodarla. Se trabaja, se pule y se acaricia. Y cuando la veta traiciona, hay que dar vuelta la madera y volver a reconstituirla. Principalmente al lado de los nudos hay contra vetas y hay que ser paciente, porque sino podemos hacer perder la madera. La melamina, la formica no es la carpintería de antes… La madera es otra cosa. Por suerte todavía hay muchas familias que valoran la madera y hay trabajo y el oficio no se pierde ni peligra. Cuando ando por la calle observo frentes de viviendas, portones y aberturas de madera que son obras de arte. Lo que sí, está caro.
-Es un oficio noble…
-Es antiguo, bíblico y te atrapa y uno nunca termina de aprender. La madera se adapta a todo e incluso convive con el hierro y el ladrillo. Lo importante es saber combinar y ser cauteloso para que la madera sobresalga pero no se imponga.
Por Nahuel Maciel
Fotografías Ricardo Santellán
EL ARGENTINO ©
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