
Finalmente, la adaptación de El Eternauta llegó a la pantalla, y en pocos días desde su estreno en la plataforma Netflix, la serie se convirtió en un fenómeno sensacional.

Por Lautaro Silvera
Con Ricardo Darín como protagonista en el papel de Juan Salvo y bajo la dirección de Bruno Stagnaro, la historia de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López vuelve a cobrar vida.
Aunque es obvio que la historia está situada en Argentina, específicamente en Buenos Aires, la serie de El Eternauta no podría ser más argentina. Desde su léxico en las reuniones de amigos jugando al truco, hasta las calles, el barrio, la música, los vecinos y la misma trama, que con el tiempo se convirtió en una causa nacional.
Si bien se realizaron cambios respecto a la historia original —como trasladar el relato al presente de la Argentina—, la serie deja en claro que lo analógico todavía tiene valor. El tocadiscos, la vieja radio transmisora, el tallercito de casa con todo tipo de herramientas, incluso los autos antiguos, cobran protagonismo.
En contraste con los tiempos actuales, que imponen autos con cajas automáticas y pantallas táctiles, El Eternauta nos recuerda que esas tecnologías no son esenciales, pero sí lo son una vieja Renault Break, una camioneta F100 o un simple Mehari. ¡Lo viejo funciona!” exclama el ingeniero electrónico Favalli (César Troncoso) cuando descubre que solo la tecnología moderna quedó anulada.
No hay que ir tan lejos para ver que algo de eso ocurrió recientemente, cuando un apagón prolongado en España llevó a muchos ciudadanos a recurrir nuevamente a las radios a pilas para informarse sobre lo que estaba ocurriendo en el país.

Los códigos culturales argentinos, tan representativos de la identidad popular, también están presentes en la serie, desde pequeños detalles hasta elementos centrales de la trama.
Desde referencias a Malvinas y un llavero con la tercera copa del mundo, hasta el típico supermercado chino del barrio, el truco, las reuniones de amigos con expresiones bien nuestras, e incluso una cita directa al “Coco” Basile con su clásico Blue Label, el whisky que Lucas busca en el supermercado Carrefour.
Símbolos típicos como un grafiti de la "H" de Hermética en una pared, a una figura del Gauchito Gil. Y si nos referimos al cancionero popular argerntino, la serie muestra desde Gilda, Gardel, la negra Mercedes Sosa, Soda Stereo, Manal, El Mató un Policía Motorizado, el Pity o la mítica banda El Reloj.
Todos estos condimentos encajan a la perfección con las actuaciones del elenco elegido por Stagnaro, quien una vez más interpela al público argentino con elementos cotidianos y tramas que atraviesan la cultura popular, tal como lo hizo hace más de veinte años con Okupas, otra historia de amigos, sin un marco apocalíptico pero con un presente desolador que no ofrecía futuro a esos jóvenes que protagonizaban una historia real.
Impacta ver avenidas emblemáticas de Buenos Aires cubiertas de nieve tóxica, o los efectos especiales —por fin bien logrados— que la historia del cómic siempre reclamó: los cascarudos invadiendo la capital, los rayos de fuego cayendo desde el cielo. Esa barrera que parecía tener la ficción argentina en cuanto a efectos especiales, finalmente fue superada, con un resultado soberbio que demuestra que en Argentina también se puede hacer ciencia ficción. La apuesta del gigante del streaming, Netflix, valió la pena.
Este es otro logro de una producción nacional que puede ser comparada con la primera temporada de la serie norteamericana The Walking Dead, o con The Last of Us, que ac-tualmente estrena su segunda temporada por Max (HBO), ambas enmarcadas en contextos apocalípticos.
Por primera vez, la ficción argentina logra contar una historia de ciencia ficción de esta envergadura. Ese fue el reclamo de muchos lectores de El Eternauta durante años. Y, finalmente, la adaptación llegó. Pocas historias argentinas generaron tanta expectativa en torno a una serie como esta, y eso también es mérito del icónico cómic.
Nunca antes habíamos visto una historia apocalíptica argentina en la que las calles de Buenos Aires estén cubiertas por una nieve tóxica que mata al contacto. Da orgullo ver a Juan Salvo caminar por las grandes avenidas buscando ayuda, y también ayudando a quienes quedaron atrapados en un vagón de tren.
Esos primeros planos de Darín mirando con dolor a los encerrados, sintiendo que no puede salvarlos a todos pero aún así prometiéndoles volver, son el fiel reflejo del mismísimo Eternauta de Héctor Oesterheld. Bajo esa nevada mortal, alguien sigue caminando. Y esa figura es mucho más que un personaje: es símbolo, es memoria, es resistencia.
La espera terminó, y valió la pena. El resultado está a la altura de la historia. Porque, aunque se hicieron adaptaciones respecto al original, los seis capítulos, filmados y producidos íntegramente en Argentina, respetan la esencia fundamental del libro: nadie se salva solo.
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