
Por 4
Por Claudio Epelman
Demasiadas veces los argentinos estuvimos divididos. Sin embargo, nunca de la forma en que lo dicta la época que nos toca vivir, con su ya característica grieta. Este sustantivo simple se ha convertido en nombre propio, y nos ha llevado, como sociedad, a acuñar expresiones y repetir sintagmas que ilustran en su significado la profundidad del asunto.
“En la mesa familiar ya no podemos hablar de política”, oímos una y otra vez. Es la grieta, pero hay una buena noticia: hay sectores de la sociedad donde no llegó.
A lo largo de nuestra historia hemos enfrentado de manera colectiva tensiones que nos dividían: Unitarios y Federales, Colorados y Azules, peronistas y radicales, entre tantas otras.
Desde la política hasta el deporte la historia argentina no escatima en miradas contrarias, a veces antagónicas.
Pero ¿qué tiene esta grieta que la hace más pronunciada que las anteriores divisiones? Seguramente muchas cosas, pero me gustaría focalizar en algunos fenómenos que se presentan en forma simultánea como característica de una era: La pérdida del valor del diálogo, el ejercicio de las mayorías en detrimento de los acuerdos, la prácticamente nula tolerancia hacia las diferencias de opinión, y medios de comunicación que reflejan meras parcialidades de un entramado social por demás complejo.
Este fenómeno se alimenta vorazmente y, de manera cotidiana, de propaganda y de campañas, de rating y de clicks. Y como sociedad, absorbemos.
Con curiosidad casi morbosa buscamos ver cómo se saludan candidatos opositores en un debate (o los artilugios que se inventan para no hacerlo) y a veces hasta nos sorprendemos por las manos estrechadas entre contrincantes, cuando esto debería ser lo natural.
A la Argentina debemos construirla entre todos, todos los días. Sin dudas mejor sería hacerlo en el marco de acuerdos, políticas de estado, valores comunes y respeto por las diferencias.
No estamos llamados a imaginar todos el mismo país, pero sí a imaginarnos a todos en él. Y no hay dudas que, sin diálogo, esto no será posible.
El diálogo se convierte así clave por su rol de articulador, constructor, que refuerza las identidades individuales a través del intercambio con el otro, y la identidad colectiva a través del conocimiento mutuo.
Por ello es clave que decidamos qué ejemplos utilizaremos para avanzar como sociedad.
Y aquí propongo poner algo de atención a un fenómeno singular de nuestro país que a veces, por ser algo bueno, queda marginado entre las urgencias que demanda la realidad social.
A muchos les sorprenderá que en este contexto tenemos como país un alto nivel de convivencia interreligiosa, creada a través de diversos espacios de diálogo y encuentro.
Mucho más fluido y constante que en la mayor parte del mundo ¿Y qué puede aportar entonces esta muestra de buenas relaciones entre credos a la solución de la grieta?
Estas relaciones, hoy ejemplo alrededor del mundo, no son producto de la historia compartida o simpatías individuales. Esta convivencia es producto de la construcción conjunta.
En los marcos de diálogo interreligioso se presentan comunidades con creencias muy diversas, todas ellas buscando preservar su identidad y no renunciar a sus creencias. Entonces, ¿cómo es posible el diálogo?
Porque se parte del respeto a esa misma diversidad, trabajando sobre los valores comunes que permitan encontrar un espacio de encuentro, un acuerdo de cooperación. Nadie llega buscando imponer su fe al otro, sino para aprender cómo vivir juntos en las diferencias. Porque somos distintos y pretendemos continuar siéndolo, conviviendo en armonía y libertad.
Esto demanda predisposición y voluntad de aprendizaje, espacios de encuentro y de reconocimiento. Allí donde sobre la base del diálogo se tejen los vínculos entre las personas que nos ayudan a construir confianza, fundamento básico de la relación entre interlocutores. Porque sin confianza, no hay proceso de construcción conjunta que sea posible.
Tal vez estos conceptos puedan ayudarnos como sociedad a identificar otro modo de pensarnos como país, y esta experiencia pueda ser un ejemplo positivo capaz de trascender la fe para convertirse en parte identitaria de la argentina.
Hace pocos días el calendario judío marcó el comienzo un nuevo ciclo con la llegada del nuevo año, Rosh Hashaná.
Y diez días después pasamos por el Día del Perdón. Esos días intermedios son de introspección, y nos invitaron a reflexionar sobre nuestros errores para corregirlos. Es un período que nos propone ser mejores, pero no mejores que el otro, sino mejores que nosotros mismos, buscando aprender para crecer y, la próxima vez, hacerlo mejor.
Ojalá los argentinos podamos ser mejores. Mejores cada día y a cada paso, sacando lo mejor de nosotros para convertirnos en constructores de puentes y diálogo, inspirados por buenos ejemplos de quienes tiene la responsabilidad institucional de liderar.
Tal vez así podamos cerrar el vacío de la grieta y cruzar, sin miedo a caer, al encuentro.
El autor es director ejecutivo del Congreso Judío Latinoamericano
Comentarios
