
Cuando conocí a Roilán en La Habana, sentí que por fin podía tener un amigo cubano. Fue un viernes a la noche en el Malecón. Hacía calor y estaba lleno de gente. La mayoría eran grupos de jóvenes que hablaban, cantaban y bebían.

Por 4
Por Martín Davico
Especial para EL ARGENTINO
Yo paseaba solitario cuando me habló: “Oye chico, ven aquí a tomar algo con nosotros”. Estaba con dos amigos tomando vino tinto con hielo. Me convidaron y acepté.
Roilán tenía veintisiete años y era mulato. Vestía moderno y usaba anteojos sin aumento. Estaba deseoso de conocer extranjeros: “Es mi única forma de viajar”, dijo. Yo no tenía, ni nunca voy a tener, una idea clara de cómo eran las cosas en la isla. Pero cuando se acabó el hielo me mandó al hotel de enfrente a pedir un poco más: “A ti te darán, chico, tú no eres cubano”.
Pasé esa noche con gran deleite. Estaba viviendo la Cuba auténtica, con gente local, en esa ciudad tan llena de lugares míticos e historia. Me contaron que cuando eran niños veían huir a los balseros y que el tío de uno de ellos se había perdido en el mar. “Construían balsas con cualquier cosa que pudiese flotar”. Noté que ningún cubano ignoraba cuando pasaba un patrullero. Sabía que estaba en el país más seguro de Latinoamérica y que a los extranjeros nadie los tocaba.
Los días pasaron y nos juntamos el sábado siguiente en mi última noche en Cuba. Dimos unas vueltas y Roilán me contó, entre tantas cosas, que cada tanto el desprendimiento de algún pedazo de edificio mata algún cubano. Me pidió que lo acompañe hasta la casa de su tía en un hotel abandonado. Subimos por una escalera ancha de mármol. En la sala de estar había imágenes de santos, flores secas y velas. La mujer practicaba la Santería y me preguntó si conocía a Ochún y a Changó. Quiso saber por qué viajaba solo y dijo: “Tú estás un poco loco”. Me aconsejó que vaya a donde vaya siempre llevara conmigo un amuleto. Hablaron entre ellos y me invitaron al día siguiente a la casa de Roilán: tenían que expulsar el espíritu de una tía que había muerto y que todavía no abandonaba la casa.
Al día siguiente, en mi última mañana, me reuní con mi amigo y fuimos a comprar unas flores blancas para el ritual. Luego, pasamos a buscar a la tía que estaba con una viejita de Jamaica: ambas se encargarían de ahuyentar el espíritu. Al llegar a su casa, pegada al Parque Barcelona, Roilán me presentó a su hermana. “Mira las flores marchitas que ha traído el inútil del Roilán”, dijo indignada. Traté de imaginar el rol que cumpliría mi amigo en su familia cuando me ordenó ofuscado: “¡A gastar más pesos! Vamos a comprar más flores”.
De regreso, nos sentamos todos en ronda. La tía de Roilán puso las flores en un balde y le vació media botella de ron. La viejita dio vueltas en el salón hasta que empezó a gritarle a una presencia invisible que supuse era el espíritu: “¡La que manda acá soy yo, la que manda acá soy yo!”.
A todos los presentes nos adivinó el futuro. Me miró fijo y habló como una sabia: “Tendrás un negocio exitoso. Veo mar y veo un barco. Te ayudará una mujer mayor, alta, que usa anteojos. No mayor, pero parece mayor. Sé que esto no tiene conexión con tu vida actual, pero recuerda lo que te digo. Y pronto volverás a Cuba”.
Pasó más de una hora y la cosa siguió entre rituales y palabrerío. Le recordé a Roilán que tenía que ir a buscar mi mochila para ir juntos al aeropuerto en guagua, tal como él me lo había propuesto. Pedí disculpas por mi retirada y la tía me dijo: “No te vayas que quiero hacerte un despojo”. Tomó un trago de ron y lo escupió sobre un ramo de yuyos. Luego dio una pitada de habano y le soltó el humo. Yo estaba entregado a las circunstancias cuando me pasó el ramo por la cara y el cuerpo. Habló entre dientes como una curandera y sonrió: “Ya puedes irte, estás despojado”.
Al buscar mi mochila, Iván, el dueño de la pensión, cambió de expresión cuando le expliqué que un cubano me acompañaría en guagua hasta el aeropuerto. Dijo: “Primero que no hay guaguas que vayan al aeropuerto. Y segundo, no me vayas a decir que tu amigo es mulato”. Cuando le confirmé que lo era, me advirtió: “Mira muchacho esto es Cuba, aquí puede pasar cualquier cosa. Haz lo que te parezca. Y mucho cuidado con los mulatos”.
Reservé un taxi y rápidamente volví a la casa de mi amigo para despedirme. Roilán salió sonriente al patio y a través de la puerta vi que la anciana estaba con una enorme cuchilla forcejeando con el espíritu. Por una ventana pasó la tía con una rama encendida esparciendo humo.
“Esto ya está por terminar”, dijo Roilán con naturalidad. Le expliqué que al final me llevaría un taxi y nos dimos un abrazo fraterno. Más tarde, camino al aeropuerto, le dije al conductor que los argentinos y los cubanos practican la amistad espontánea. Yo miraba la ciudad con una sensación de nostalgia y alivio a la vez. No sabía si era porque me estaba yendo de Cuba o por efecto del despojo de la tía de mi amigo.
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