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EL TERROR, EN PRIMERA PERSONA

¿Qué viene después del infierno?: El relato de una víctima de violencia extrema y un desesperado pedido de ayuda

El lunes es Ni una Menos, su décima edición. Se trata de la manifestación que nació en Argentina como respuesta a los femicidios de todos los días. ¿Cuál es el camino de las muertas? ¿Qué sucede delante de nuestros ojos y no vemos? La palabra de una sobreviviente que hoy vuelve a temer por su vida.

Sábado, 1 de Junio de 2024, 22:08

Redacción EL ARGENTINO

Por Luciano Peralta 

 

Es difícil escribir esta nota. No por los hechos a relatar, que realmente son escalofriantes, sino porque lo que será publicado es apenas una presentación de lo sucedido. Esto es así por pedido de la víctima, quien vive amenazada, hace dos días hizo una nueva denuncia en la Comisaría de Minoridad y Violencia Familiar, y tiene terror de identificarse públicamente. Ella me contó muchos detalles, pero, para no exponerla, acordamos no publicarlos. 

Dicho esto, esta nota pretende, por un lado, contar una situación que por extrema no deja de ser una realidad que se repite más de lo que creemos. Y, por otro, es un pedido desesperado de ayuda: aunque elijamos no publicar el nombre de la víctima, tanto las autoridades policiales, como las judiciales están en conocimiento del caso. De hecho, tras la última denuncia, algunas cosas se empezaron a mover, nuevamente, en las oficinas de la Fiscalía. 

“Me prometió que iba terminar lo que no hizo, tengo mucho miedo que me mate, porque si me agarra me mata”, dice María -no es su verdadero nombre, obviamente-, que hace 55 minutos no puede parar de llorar. Durante ese tiempo se dedicó a vomitar los tormentos a los que ha sobrevivido: “Cuando le dije que no daba más, que no quería seguir así, me pegó una trompada que me desmayó, y cuando me desperté estaba atada a la cama. Así me tuvo tres días, hasta que logré escaparme”; “me hacía dormir mojada en el lavadero y la comida me la tiraba como a un perro”; “me quemaba con cigarrillos”; “cuando le pedí parte de lo que era mío, de lo que habíamos comprado entre los dos, me pegó una paliza tremenda”; “me rociaba con nafta y me chispeaba con el encendedor cerca”, dice María y llora. Está tiesa, sentada en la silla, aturdida de miedo. Llora. 

Aunque el denunciado tiene medidas de restricción y ella un botón antipánico, hace poco más de tres meses, su historia sigue siendo una tragedia. Pero hace algunos años no se trata sólo de ella, la familia es más grande, por lo que quiere “vivir en paz”. La psiquiatra le habló de estrés post traumático, diagnóstico que tiene sentido: Sin quince años todavía, rodeada de un entorno muy nocivo y sin contención familiar, María terminó siendo una víctima más de trata. De la mano de un hombre mayor de edad, llegó a uno de los prostíbulos más populares que había en Gualeguaychú, cuando el negocio era legal todavía, y allí estuvo –“sin salir del lugar” y sin documentos– durante muchos años. Hasta que un día el negocio cambió de manos y, siempre a cargo de un hombre mayor de edad, dejó por fin el tradicional “quilombo”.

Las cosas con su nuevo “dueño” –en palabras de la denunciante– anduvieron bien un tiempo, al cabo de lo cual su vida empezó a convertirse en una trama de terror. Todos los días la hacía prostituirse y la maltrataba.

Cuando María dice “me prometió que iba terminar lo que no hizo”, se refiere a aquella vez que, de los pelos, la arrastró hasta el fondo de la casa que compartían, le mostró el pozo que había hecho y le prometió que si hablaba iba a terminar “ahí adentro”. Muerta a manos de un hombre violento que cree la mujer es de su propiedad y enterrada en algún fondo cualquiera, un modus operandi que lejos está de ser novedad. Esa vez, María sobrevivió. Hoy, tiene el mismo miedo que entonces. 

María llora. Habla y llora. Está devastada. No sabe qué hacer o a quien más recurrir. En Gualeguaychú no tiene familiares. Afuera tampoco. Más de un tercio de su vida estuvo encerrada, sometida, humillada y violentada por su dueño de ocasión. Buena parte, indocumentada. 

“No sé cómo vivo para contarlo”, dice la mujer, llorando. “Me arrastraba de los pelos por la casa, hasta llegó el punto que agarré una tijerita chica que había y me pelé, ya no daba más del dolor”. Tras ese calvario logró escaparse de la vivienda y hacer la denuncia, siempre en la Comisaría de Minoridad y Violencia Familiar de Gualeguaychú.  En tres oportunidades fue sometida a pericias psiquiátrica, pero “todo quedó en la nada”.

Hace dos semanas, cuando volvía a la casa en la que está viviendo (y de la que necesita irse) volvió a cruzarse con su ex “dueño” en la calle y el mundo se le vino abajo. Una mirada fue suficiente para inculcarle ese terror que la paraliza. “No puedo ni caminar”, describe. Después de ese día no fue más a trabajar. Tiene miedo de salir. 

“Tengo el botón antipánico y hoy se renovó la medida de acercamiento, pero de qué me sirve si nunca la respetó. Mi vida depende de no cruzarlo en la calle, no es justo que yo tenga que vivir encerrada mientras él anda libre”.

¿Cuántos de estos tipos andarán libre?, me pregunto. 

“Yo no estoy loca, yo lo viví. Y vivo para contarlo, hay mujeres que no lo viven, y no quiero ser una más”, dice la mujer, mientras secas sus lágrimas, en la víspera del décimo aniversario de Ni Una Menos. 

 

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