
Por Nahuel Maciel EL ARGENTINO © - “No hay expresión más noble para sentirse realizado que decir: he sido buen padre”.
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Mañana es celebra el día del padre. En el Boletín Parroquial de Cristo Rey se lee: “(…) El compromiso de amor del hombre y la mujer es el fundamento de la paternidad y a la maternidad. Qué difícil es ser padre o madre cuando se ha roto el compromiso de amor y se produce la separación. En nuestras sociedad de consumo lo que no funciona se tira y se reemplaza. Esta filosofía se ha introducido también en las relaciones humanas y estamos produciendo hombres, mujeres y chicos ´chatarras´, son aquellos que han sufrido el descarte afectivo y muestran sus magulladuras”.
En la Parroquia Cristo Rey se encuentra desde hace 24 años el padre Eduardo Horacio Ramos. En la tarde del jueves, EL ARGENTINO lo encuentra en su despacho parroquial, justamente para dialogar sobre el ser padre.
La elección –como toda elección- no fue al azar. Su experiencia de vida y su actual servicio como sacerdote lo convierten en una persona ideal para reflexionar en voz alta sobre un tema que por estas horas se plantea en cada mesa familiar.
“No hay empresa más importante que podamos protagonizar que fundar y llevar adelante una familia exitosa en el amor, los buenos esposos serán ciertamente buenos padres también”, se reflexiona en el Boletín Parroquial.
La historia de toda persona es imposible de resumir, mucho más aquellas que han atravesado la oscuridad del dolor y la luz de la esperanza. Para ubicarse en las coordenadas del tiempo, Ramos llega a Entre Ríos en 1970 para ejercer su profesión de ingeniero agrónomo; al año siguiente se instala en Urdinarrain donde abre la Agencia de Extensión; en 1976 protagoniza un accidente vial en la ruta provincial 20 donde fallece su hijo de casi dos años y su esposa que estaba embarazada de seis meses y él es salvado por un milagro. En 1983 se consagra como sacerdote y desde 1986 es el párroco de Cristo Rey.
El padre Ramos hace una distinción precisa y esencial entre ser progenitor y ser padre y en ese marco consolida el concepto de familia. Un tema más que oportuno en el umbral del día del padre.
-¿Cómo llega a Entre Ríos?
-Por mi trabajo. Me recibo de ingeniero agrónomo e ingreso al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Y por un plan nuevo que se estaba implementando en esos años, el INTA iba a habilitar más Agencias en el interior del país; y como no sabía qué Agencia me iba a tocar, elegí Entre Ríos porque era un destino provisorio, dado que en un principio no quería venir a esta provincia. Mi idea era ir hacia el Norte, Salta o Tucumán, porque me interesaba más esa zona agropecuaria por sus cultivos. Estamos hablando de 1970. Me había recibido, recién me había casado con María Rosa y nos venimos para esta zona.
-¿Directamente al departamento Gualeguaychú?
-No. Primero fue Paraná y luego me trasladan a Concepción del Uruguay, donde estamos casi un año en la Agencia Experimental de esa localidad. Allí recibimos una especie de entrenamiento y luego me destinan en 1971 a Urdinarrain, donde abro la Agencia en esa comunidad. Por eso quedé en Gualeguaychú. En 1976 fue el accidente y en 1978 ingreso al Seminario.
-Comentó que su idea primigenia no era quedarse en Entre Ríos. Que inicialmente era una experiencia de paso. ¿Sin embargo se quedó para siempre?
-Así es. Me sorprendió, en realidad, nos sorprendimos con mi esposa la hospitalidad y la calidad de anfitrión de los entrerrianos, especialmente en Concepción del Uruguay. Llegamos a Concepción del Uruguay con 23 años, recién casados y con todas las expectativas. Al principio fuimos a una pensión y luego conseguimos un departamento para alquilar. Pero no podíamos hacer la mudanza de manera inmediata, así que nos faltaban muchas cosas. Personas que hacía diez o quince días que nos conocían nos ofrecieron sus automóviles particulares para que nos movilizáramos, otros nos prestaron hasta el colchón, otro me prestó una cocina y una garrafa, ollas… en fin, todo. A esa edad, ese departamentito era como un palacio aunque el colchón estuviera en el suelo. Imaginen lo que significa ese gesto para un porteño recién llegado al interior. Personas que nos conocían apenas desde hacía quince días, nos brindaban todo lo necesario para vivir. Y con mi esposa dijimos: “¡Qué nos vamos a ir a otro lado! Nos quedamos acá”. Así que por la hospitalidad de las personas nos radicamos en Entre Ríos.
-¿Cuándo fue el accidente con su familia?
-Fue en octubre de 1976. Hacía seis años que estaba casado con mi esposa. Teníamos un hijo de casi dos años y ella estaba embarazada de seis meses. Justamente habíamos aprovechado el fin de semana del Día de la Madre y viajamos a Buenos Aires para saludar a nuestras respectivas mamás y de paso teníamos al lunes siguiente turno en el médico. Nunca viajaba de noche, y menos en aquella época en que los caminos y las rutas no eran de los mejores. Pero el médico en vez de atendernos a las cuatro de la tarde, nos atendió a la siete de la tarde. Esa noche de regreso a Urdinarrain, por la ruta provincial Nº 20, que tenía una obra paralizada y no estaba señalizada, me encuentro con un camión de frente que me pide luces, me impidió ver el desvío y caí en un puente inconcluso. Ese día tuve un contacto absoluto con la muerte y ahora pienso que cuando me muera no será más real que esa experiencia; porque en mi caso personal me sacaron literalmente debajo del agua. No salí por mis propios medios y tuve una intensa experiencia de Dios.
-¿Ya era un hombre de fe?
-Sí. Mi señora era directora del Colegio de Hermanas de Urdinarrain y nos sentíamos muy comprometidos con esa comunidad. Estoy convencido que mi caso fue todo un proceso de búsqueda personal e incluso mi encuentro con el Señor llega en mi juventud, antes de casarme.
-Puede profundizar un poco esa búsqueda…
-Mi primer encuentro con Dios fue siendo maestro de escuela primaria en una villa miseria en Buenos Aires, más precisamente en La Cava. Era maestro normal nacional, título que ya no existe más. Y mientras estudiaba para ingeniero agrónomo, trabajaba como maestro en una escuela de esa villa en horario nocturno.
-Entonces su primer contacto llega por su experiencia con la pobreza…
-No, al menos de manera absoluta. Diría que mi primer contacto fue gracias al grupo de maestras y a la directora –se llamaba Beba- que era una mujer de mucha fe y muy comprometida. Eso me marcó muchísimo. Beba era una mujer cálida, alegre, entregada a los semejantes, creyente, con experiencias de vida muy fuerte, con un testimonio permanente de su fe práctica y concreta. Allí me doy cuenta que mi corazón estaba buscando algo y descubrí que era eso: era la fe. En ese momento me cuestioné hasta dónde era mi fe. Recuerdo que en las reuniones de profesores se hablaba de Pablo y yo no sabía quién era ese tipo que había escrito Cartas y estaban en el Nuevo Evangelio. De niño había hecho la primera comunión pero nada más. Entonces me cuestioné hasta dónde llegaba mi encuentro con Cristo. Y trabajando como maestro en La Cava, el cura que estaba en el centro misional propone trabajar con los jóvenes y fuimos tres maestros: la que fue mi señora, su hermano y yo. Luego el que sería mi cuñado no puede seguir con ese trabajo y nos quedamos con María Rosa sosteniendo el acompañamiento a los adolescentes y jóvenes. Y nuestro noviazgo fue cantado, una fruta madura.
-Imagino entonces que a medida que se sentía bien con María Rosa, la vocación pasó a otro plano…
-Así fue. Pero nuestro noviazgo y luego nuestro matrimonio fue también una experiencia de servicio a los demás.
-Entonces su fe le permitió superar el trauma del accidente…
-Obviamente. Sin la fe hubiera sido imposible sobreponerse a esa experiencia. A mí lo que me salvó de la destrucción como persona fue el sentido de paternidad… porque seguí siendo padre. Y lo digo en el siguiente sentido: luego del accidente, en el que pierdo a mi hijo de casi dos años y a mi esposa embarazada de seis meses, sentí una gran preocupación por las personas que me rodeaban y sentí necesidad de proteger a mis padres, a mis suegros, a mis cuñados, a los amigos compartidos… seguí siendo padre tratando de protegerlos. Si me hubiera quedado sentado diciendo “pobrecito de mí”, no estaría en este momento hablando contigo. Y al igual que la vocación sacerdotal, interpreto esa actitud de protección con el ser padre.
-La fe le da una herramienta o le permite cuestionar por qué le pasó justo a usted…
-De ninguna manera. Siempre tuve en claro que la fe me permitiría superar o sobrellevar esa experiencia. En los días posteriores al accidente me llegué a enojar con algunas personas que se acercaron para decirme a manera de consuelo “pobrecito” o “que era una injusticia” y cosas por el estilo. Mi respuesta siempre fue segura: ¿por qué no a mí?
-¿Cómo es eso de “por qué no a mí”?
-Si en el mundo existen sufrimientos, por qué voy a pensar o a creer que seré ajeno a ellos o que nunca me tocarán vivirlos. La experiencia de perder un hijo debe ser la más desoladora que atraviesa una persona. Todos sabemos como hijos que algún día perderemos a nuestros padres. Es ley que el hijo debe enterrar a su padre. Incluso como esposo es natural que uno de los dos se vaya primero. La pérdida de María Rosa me marcó muchísimo, éramos muy unidos, conversábamos todo. Y lo sufrí luego a la hora de tomar una decisión, porque antes decidíamos siempre juntos… Pero la pérdida de un hijo es algo que siempre te atraviesa.
-¿Y cómo toma la decisión de ser cura?
- Obviamente, atravesé la angustia por el accidente y todas las pérdidas. Pero hoy puedo sostener que mi oración fue una Gracia de Dios. Le decía al Señor todas las noches: “Tú lo permitiste”. No lo cuestioné, pero era muy consciente que tenía un inmenso agujero en mi corazón y que si no lo llenaba plenamente me iba a derrumbar. Y en la Oración le pedí que Él lo llenara. Ese era mi reclamo, en medio de las lágrimas, por las noches. Fue pasando el tiempo e incluso recuerdo que sentía muchas ganas de morirme… pero morirme bien, en paz. Me sentía como una flecha tensada en el arco y deseando que me soltaran. Yo quería irme con ellos.
-Pero la mano no soltó la flecha y está acá…
-Y feliz de estar acá. En aquellos años, producto de esa experiencia, padecí ciertos olvidos. Y entre esas cosas que me había olvidado, me encuentro con mi deseo de ser Diácono Permanente. Recién ahora ese diaconado va a existir en la diócesis. Pero en ese tiempo ya le había expresado a mi esposa que el día que exista la posibilidad de ser Diácono Permanente, yo quería asumir esa consagración. Solamente lo habíamos hablado entre nosotros. Y un día, luego del accidente, hablando con un cuñado, surgió la inquietud: ¿Por qué no ser sacerdote ahora que estoy solo? Y volví a discernir ese misterio.
-Y de ese proceso al seminario…
-Ese fue el tránsito. El obispo Boxler me mandó a un Seminario interdiocesano que queda en Villa Devoto, porque el de Gualeguaychú todavía no había sido creado.
-¿Cuándo se ordena sacerdote?
-El 15 de agosto de 1983 y ya he celebrado las Bodas de Plata. Y como era seminarista de la diócesis de Gualeguaychú, el obispo me hace dos cosas: primero me designa como vicario de la Parroquia Santa Teresita y al mismo tiempo me nombra como director de Catequesis; dado que como laico con mi señora trabajábamos en la Junta Diocesana. Recuerdo algo gracioso: cuando se hace el primer Congreso Diocesano de Catequesis en 1973, en la comisión organizadora estaba el padre Alcides Rougier y el primero de esa comisión era yo, que era de profesión ingeniero agrónomo. Y cuando se hace el segundo Congreso en 1984, yo estaba como director de Catequesis pero ya como sacerdote. Pero volviendo al relato, Boxler me designa como director de Catequesis y estoy tres años en la Parroquia Santa Teresita. Y en noviembre 1986 me designan en la Parroquia Cristo Rey y aquí estoy… desde hace 24 años.
-Estamos a horas del Día del Padre, y es una buena oportunidad para pedirle una reflexión sobre un fenómeno que se vive en la actualidad: vivimos en la cúspide de las comunicaciones y, sin embargo, hoy más que nunca cuesta el diálogo inter generacional…
-Es evidente que se está perdiendo las posibilidades del contacto personal. Es cierto, por internet el mundo se hace más accesible, pero perdemos al prójimo. Tenemos la comunicación, pero no tenemos el contacto. Podemos hacer amigos virtuales, a través de la red, pero estamos perdiendo el contacto personal que hace verídica a la amistad. Cuando se mal utiliza la tecnología, ocurre lo que hoy pasa con Internet, que permite ser lo que uno no es y eso genera luego una especie de fraude. Podemos virtualmente tener muchos “contactos” pero no nos comprometemos con ninguno. La incomunicación es general. Uno observa mucho las dificultades de no saber acompañar a los jóvenes y adolescentes. Hay demasiada información, pero no hay discernimiento, no hay juicio. Y esa conexión que es tan patente en el mundo virtual, donde “toco y me voy”, se observan en las relaciones que son todas fugaces. En lo afectivo nadie se compromete con nadie y eso genera inestabilidad. Se observa la dificultad de asumir un compromiso y esto es más evidente entre los adultos, especialmente entre los padres que no se comprometen con sus hijos.
-Se aprende a ser padres…
-En principio existe una gran diferente entre ser progenitor y ser padres. En el caso de la mujer, la maternidad se impone como proceso biológico porque ese milagro ocurre dentro de ella, en su propio cuerpo. Entonces la vinculación madre-hijo es algo absolutamente natural y espontánea porque se da una dependencia y una necesidad evidente. Incluso el mismo organismo encuentra una gran satisfacción en cuidar al hijo. Pero en el caso del varón, la distancia es mayor entre padre-hijo. Por eso ser padre es una decisión y que tiene que ver con la protección, en el sentido de que se debe asumir que es fruto de sus entrañas: el hombre no pone el vientre, pero debe poner el corazón, es decir la entraña. Un hijo entrañable es aquel que no sólo fue llevado en el vientre de la madre, sino que también es llevado en el corazón del padre. Por eso ser padres es una decisión que implica hacerse responsables y esa responsabilidad es mucho más rica que las cosas materiales que se le puedan brindar a los hijos. Siempre les digo a los padres que la mejor herencia que les pueden dejar a los hijos, es que ellos vean que sus padres se quieren y se respetan. Cuando el hijo observa en su hogar que sus padres manifiestamente se quieren, se sienten seguros. Y cuando no observa eso, queda más vulnerable a las amenazas. Cuando hablo de protección, digo dar la contención que humaniza. Y lo aclaro porque a veces podemos creer que alcanza con dar cosas materiales a los hijos, cuando en realidad siempre habrá algo incompleto. Los hijos necesitan cosas básicas: el amor. Por eso hay que aprender a ser padres y la primera escuela es observar a sus propios padres, dado que la familia es la primera escuela. Por otro lado no hay posibilidades de ser padres sino hay diálogo. El diálogo sincero, no el circunstancial, es el que alimenta el amor. Me refiero al diálogo que permite compartir los corazones.
-Las parroquias hoy por hoy son voces débiles para convocar a la familia…
-Creo que sí. Y reconozco esta debilidad con mucho dolor. Hoy en día no se la escucha a la Iglesia de la misma manera, porque tal vez incomode escucharla con atención. Esto lo observo de manera más nítida con los padres de catequesis. Mandan al hijo a catequesis, pero los padres son más renuentes a ser parte de la catequesis. Por eso es indispensable en esta época plantear un cambio de actitudes. Le doy un ejemplo. Tenemos el Cursillo para Novios y este mes me tocó dar la charla y me di cuenta que no hay conciencia. Se supone que quien viene al Cursillo para Novios son parejas que tienen fe porque están pidiendo un sacramento. Pero se resisten a la misa. No entienden que así como cuando prevalece la ausencia de diálogo o no existe un beso, se provoca la muerte de la pareja; de la misma forma sino uno deja de encontrarse con el Señor, provoca la muerte de la fe. Y cuando se hace este planteo, las parejas que vienen al Cursillo para Novios manifiestan que solo quieren casarse por Iglesia y no mucho más.
-La paternidad es para toda la vida…
-Sí y esto es así a tal punto que el hijo, en algún momento de su vida, puede convertirse incluso en padre de sus padres. La paternidad marca un modo de ser del hombre. La naturaleza humana alcanza un nivel espectacular en la maternidad como en la paternidad, al participar de la obra creadora de Dios. Uno puede hacer en la vida muchas cosas notables. Pero llevar adelante una familia es lo más notable que una persona puede lograr. Y para ello no se necesitan grandes títulos ni posesiones, sino vocación de paternidad. Para lograr esto es indispensable primero asumir el don de la Vida en uno… sentirse hijo de Dios. Creo que la crisis de la familia es una crisis de fe. Ni siquiera hablo de una fe en Cristo, sino de la crisis de fe que nos hace perder la noción del don de la Vida. No hay conciencia de este Misterio que es cada uno. A veces nos podemos sentir falsamente realizados por tener una casa, un automóvil. Pero en realidad no hay expresión más noble para sentirse realizado que decir: he sido buen padre.
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