
Por Pedro Luis Barcia (*)
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Un 17 de agosto, estábamos formados los de primer año de la Sección Comercial del Colegio “Luis Clavarino” en la plaza San Martin, junto al monumento al prohombre y bajo la aquilina mirada del Cuervo Villagra (curioso cruce ornitológico), gerente de nuestra sección Anexa, que significó siempre “secundona” frente a la bachillería, pero que no nos provocaba ningún complejo de inferioridad. En mi caso, porque me mandaron al psiquiatra Calveyra Fraga quien diagnosticó: “Pedrito, usted no tiene complejo de inferioridad: usted es resueltamente inferior”. Definida la realidad, no padecí ningún complejo posterior.
En eso, veo avanzar a un viejito de traje gris, pelo blanco y un bigote lacio a lo mogol, con una flor en la mano que depositó al pie del monumento. Le pregunté quién era el sujeto a la Negrita Cabrera, que lo sabía todo: “Es don Luis Doello Jurado”, informó escuetamente. Luego me enteré de que todos los días del año hacía la misma ofrenda floral simple. Tuve entonces de ese anciano una lección cultural: la memoria agradecida para con nuestros héroes debe ser cotidiana, no cosa de aniversarios. Teológicamente, los griegos lo advertían: “Nos acordamos de Zeus cuando caen los rayos, no todos los días”. Y, bautizado el dicho y aclimatado more christiano: “Uno se acuerda de Santa Bárbara cuando truena”.
Como la curiosidad es la madre de la ciencia, dijera Pasteur, me la despertó aquel personaje y comencé a rastrear sus pasos. No tuve la experiencia de que fuera mi profesor, nunca escuché el tono de su voz y no hallaba libros suyos para cursar. En Gualeguaychú todos estaban impuestos –salvo las de Galeano, pero esto es otro asunto- del legendario local en torno a esa persona peculiar. Un aura lo rodeaba, hecha de anécdotas, de salidas chuscas y de entradas vivaces, cuando no lapidarias; de hábitos y manías del personaje don Luis. Todo ello encuadrado en la fama de sus muchos saberes. Este bagaje me llegó por tradición oral. Y, como todo lo que centra la atención de los hombres, había generado dos bandos extremos, una suerte de angelología y demonologia doellojuradiana. Unos lo señalaban como genial y otros lo denunciaban como pura superchería. Pero como la voz del pueblo no es la voz de Dios –pese a los dichos populares- haré a un lado las sabidas referencias orales sobre don Luis. Me atendré a pruebas reales, palpables de algunas referencias que he probado.
Supe que fue amigo de Leopoldo Lugones y que este le confió el cuidado de la de la impresión de su libro de poemas Los crepúsculos del jardín (1905), en momentos de un viaje a Europa. Don Luis cumplió con su cometido. Parece que con los años tuvo alguna desinteligencia con el cordobés, porque este levantó el puente de su amistad para con nuestro coterráneo. Hay quienes estiman que la desavenencia provino de una frase que don Luis le aplicó al talentoso escritor a propósito de alguna de sus discutidas ideas: “No hay que dar por el pito más de lo que el pito vale”. Y nunca más restauraron el trato. Los manuscritos del libro renovador y artificioso quedaron en manos del copoblano que los donó a la Biblioteca Sarmiento. Allá fui y, con la ayuda inestimable de Enriqueta Burlando, tuve acceso al tesoro. Enriqueta, en la Sarmiento y Leonor (Chila) Hermelo, en el Magnasco fueron mis dos baqueanas para un inexperto investigador que intentaba bolear cachilas con boleadoras de marlo (a esa, lector, no la tenías, ¿verdad?). Obtuve copia y la trabajé y publiqué un estudio: “El manuscrito de Los crepúsculos del jardín”, en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, con motivo del centenario del nacimiento de Lugones (1984) Recuerde usted que la totalidad del Boletín está digitalizado (ver. www.aal.edu.ar) y, si usted es amigo de las indigestiones lecturales, puede transitar por más de un centenar de trabajos míos publicados en esas páginas. Hay digestivos oportunos, el primero: evitar la vianda). Y así ancló académicamente aquella navegación exploratoria iniciada en nuestra Biblioteca Sarmiento que concluyó en un estudio de las variantes –genético le dicen hoy- de gestación de los poemas. El manuscrito es de letra perfectamente legible y nítida, característica del autor. Hay muchas tachaduras en el texto. Por veces, un mismo verso intenta dos o tres versiones que se muestran como capas en el proceso de la creación, y se presentan a la manera de palimpsesto (gugléelo). He estudiado en mi aporte, esas variantes y he buscado las razones de elección y preferencia que pudo haber tenido el poeta.
Un segundo manuscrito que don Luis tenía en su poder, fue también depositado en el mismo repositorio (este vocablo es fino e infrecuente, ¿cierto?): el de Barranca abajo, de Florencio Sánchez. Esta trascendente obra de teatro fue escrita por el uruguayo al dorso de formularios de telegrama. Florencio, como Lugones, como Darío, como Martínez Estrada y otros escritores trabajaron en el Correo Argentino: ¿trabajaron? El ocio creativo de los empleados públicos genera buenas obras literarias, al menos en caso de los dichos.
El manuscrito de Barranca abajo estaba en poder de don Luis, -que fue quizá el primer lector del texto en elaboración- pues era amigo del dramaturgo, y más aun de su esposa Catita, dicen. Menos averigua Dios y perdona. También saqué copia del texto y lo deposité en la Biblioteca “Jorge Luis Borges” de la Academia, donde espera la mano de nieve de algún investigador que le arranque arpegios, como al arpa becqueriana. Retomaré, los vestigios de don Luis en otras columnas: es una amenaza
* Pedro Luis Barcia es expresidente de las Academia Nacional de Educación y Argentina de Letras.
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