
“Dormilón” en el 40° aniversario del Club Atlético Cerro Porteño.

Por 4
Cuando me hice futbolista de la categoría 78 de Cerro Porteño, el club de Pueblo Belgrano, jugué el primer campeonato con botitas Sneakers.
Por Martín Davico
Especial para EL ARGENTINO
Me pusieron de siete, parado contra la raya, en el medio de la cancha. Perdimos todos los partidos, a excepción de dos empates, y me pasé buena parte de los encuentros mirando como peloteaban a mis compañeros.
Mi tendencia era a desconectar del juego, a distraerme y mirar el aspecto de los rivales. Intuía que algo no estaba bien cuando los observaba: ¿Por qué los demás equipos usaban botines, pantalones y medias del mismo color y nosotros no? También veía que nuestro técnico, Vicente Tongo Procura, tenía de primeros auxilios un bidón de plástico lleno de agua. Así, cada vez que alguien se golpeaba un tobillo, Tongo corría con el bidón y le mojaba la cabeza. Siempre sospeché que lo hacía para no entrar con las manos vacías, ocultando que no teníamos botiquín.
Practicábamos dos veces por semana y los sábados jugábamos los partidos oficiales. El entrenamiento consistía en patear al arco, trotar unas vueltas a la cancha y hacer un picado. Todo se hacía con una sola pelota. Con el tiempo, Tongo Procura nos construyó la cancha y la comisión de padres logró comprar camisetas nuevas, esta vez con medias y pantalones haciendo juego. Algunos tuvimos mala suerte: pegamos el estirón y las camisetas nos quedaron chicas.
A veces, cuando entrenábamos en la cancha, pasaba en bicicleta “Dormilón”, el arquero suplente de la primera división. Su apodo, poco feliz para jugar en el arco, nos daba pie para gritarle: “¡No te vayas a dormir en el arco, Dormilón!”.
Dormilón nunca me llamaba por mi nombre. Me saludaba con un “¡Qué hacés cuñado!”. Nunca me molestó del todo, pero una tarde ocurrió un hecho que puso las cosas en su lugar:
En Pueblo Belgrano teníamos una yegua baya que había ganado mi padre en un sorteo. En aquellos tiempos los caballos andaban sueltos, manteniendo a raya los pastos, cuando la mayoría de los terrenos estaban sin alambrar. Con naturalidad, yo iba en la yegua a todas partes porque el pueblo conservaba cierto carácter rural, con muchos habitantes que vestían bombachas de campo, alpargatas y txapelas (boinas vascas).
Una tarde venía al trote en la yegua junto a Angelito, un vecino del pueblo, que llevaba una petisa tobiana. Íbamos por la calle 30 de Noviembre y volvíamos a nuestras casas. Allá, como a media cuadra, vi que venía Dormilón en bicicleta con una bolsa de cal en el caño. Cuando se fue acercando me gritó lo de siempre: “¡Qué hacés cuñado!!”. Instintivamente atravesé la yegua en el medio de la calle y me salió decirle: “¡Atájate esta Dormilón!”. Fue todo en un segundo. Tomé noción de la velocidad que traía cuando lo tuve a un metro. Vi su cara de espanto, sentí el impacto contra el muslo del animal y el ruido de la bicicleta que volaba por los aires.
Angelito ni siquiera se dio vuelta. Revoleó el rebenque y se dio a la fuga. Me giré y vi que Dormilón estaba de pie, cubierto por una nube de cal y maldiciendo. Levantó la bicicleta y al percatarse que la rueda era un ocho, me gritó: “¡La c…de tu hermana!”. Fue cuando me asusté, no supe que decirle y hui al galope.
Llegué a casa aterrado. Até la yegua y corroboré que no estaba lastimada. Mi padre estaba con los albañiles que le construían la casa. “¡Choqué choqué!”, les dije desesperado. Desconcertados, interrumpieron lo que hacían: “¿Cómo que chocaste?”. Tomé aire y apenas pude decir: “¡Choqué a caballo contra Dormilón!”.
Nunca voy a olvidar el ataque de risa que les dio a todos cuando les expliqué el accidente. Ni de la tranquilidad que me dio mi padre cuando fue a verlo y prometió que le pagaría una rueda nueva. Tampoco podré olvidar la cara de Dormilón un segundo antes del impacto, de su melena y bigote blancos de cal, ni de como retumbó el grito cuando se acordó de mi hermana.
Desde aquel día, entre Dormilón y yo quedó sellado un pacto implícito: “¿Qué hacés, ¿cómo andás Martincho?”, me decía cuando nos cruzábamos. Y yo cortésmente le contestaba: “¡Acá andamos Eduardo, todo bien! ¿Y vos?”.
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