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En septiembre de 1814, San Martín asume como Gobernador de Cuyo. Desplegará en sus dos años largos de gobierno una actividad ejemplar, regida por su laboriosidad, disciplina y organización en cuanto hacía. El pueblo mendocino no se apeó del afecto y respeto filial que le guardó, por más que su Gobernador exigiera de todos los mayores sacrificios: sus hijos, sus esclavos, sus mulas y caballos, sus mantas y ponchos, sus carretillas y su charque, sus joyas. “Comamos con cucharas de cuerno”, les decía, o: “Más vale andar en ojotas que el que nos cuelguen. En fin, todo es menos malo que el que los maturrangos nos manden”, escribía a su amigo mendocino Tomás
En aquella tierra nació, el 24 de agosto de 1816, su única hija: Mercedes Tomasa, a la que el pueblo mentaba como “la infanta mendocina”.
Sus días mendocinos eran metódicos. Madrugaba mucho, a las 4 o 5 de la mañana, se desayunaba con café y alguna galleta; trabajaba en disponer, escribir, entrevistar y responder correspondencia; almorzaba puchero o asado, invariablemente, regado con dos copas de vino y, de postre, dulce mendocino. Caminaba un rato luego de comer y, si era verano, dormía la siesta sobre un cuero tirado en el corredor de su casa. Realizaba las inspecciones y previsiones de tropa y almacenes, por la tarde. A la noche, tertuliaba con sus amigos o jugaba al ajedrez, en el que era ducho. A las 22, tomaba una sobria colación y se iba a dormir; si podía hacerlo, pues cuando lo aquejaba la opresión respiratoria, pasaba noches y noches en una silla, casi en vela o apenas dormitando sentado. Su úlcera le provocaba hemorragias intensas y dolores intolerables, que solo podía calmar con algunas gotas de láudano.
“Desterrado” en Córdoba, el 16-VII-1816, escribía a su paisano mendocino: “En el momento en que el Director me despache, volaré a mi ínsula cuyana”. Lo decía, lamentándose de no haber estado en Mendoza el 9 de julio: “La maldita suerte no ha querido que yo me hallara en mi pueblo para el día de la celebración de la Independencia, crea usted –le dice a Tomás- que habría echado la casa por la ventana”.
Así llamaba a su querida Mendoza: “ínsula cuyana”, quizá con alguna reminiscencia de la Ínsula Barataria que le fuera dada a Sancho como gobernador, y en la que supo hacer justicia; quizás por sentirse aislado en ella, lejos de las disputas ideológicas del Plata y de las luchas de intereses en los que nunca participó: “Mi sable jamás saldrá de la vaina por opiniones políticas”, repetía.
San Martín manifestó su voluntad de aquerenciarse en Mendoza de por vida, como vecino natural, y gestionó por 50 cuadras en la zona de Los Barriales, y allí asentó su chacra. “Es muy natural al hombre, prever la suerte que se propone pasar en la cansada época de su vejez. El estado de labrador es el que creo más análogo a mi genio, y como un recurso y asilo a las inquietudes y trabajos de una vida ocupada al servicio de las armas”, escribía al Cabildo de Mendoza (12-X-1816). Se veía, pasados los años, jubilado de la guerra, labrando la tierra del buen vino, en medio de lo que llamaba “una paz octaviana”. Pero otros aires políticos soplarían sobre su querida patria y lo impulsarían a radicarse en Francia. Es conmovedor, rastrear en su correspondencia los rasgos de su añoranza, desde el Viejo Mundo, por su distante ínsula cuyana: su chacra de Los Barriales, en la que los acontecimientos tumultuosos de su país no le permitieron envejecer en calma.
(*) Pedro Luis Barcia es expresidente de las Academia Nacional de Educación y Argentina de Letras.