Redacción EL ARGENTINO
Durante el invierno de 1982, el comercio de Gualeguaychú, afectado por una dura crisis, se vio de pronto fuertemente reanimado con la llegada masiva de los clientes uruguayos quienes, por la diferencia de cambio entre la moneda de ambos países, se veían favorecidos cuando compraban aquí.
Maná invernal
La crisis ya se sentía
y el comercio la sufría.
La caja estaba pelada,
ya nadie compraba nada
y el infeliz comerciante,
con voz casi agonizante,
en sus vacíos locales,
comentaba así sus males:
“Yo de esta me desbarranco
y a mi me hace bolsa el Banco!”
En este clima tan magro
de pronto surgió el milagro...
Cayó del Cielo otra vez
Aquel Mana de Moisés!
¡Ya no hay que tirar la toalla,
llego la gente uruguaya!
Llegaron de aquella costa
como benditas langostas
que todo lo devoraban,
¡pero el oro aquí dejaban!
En los labios la sonrisa,
compraban todo y a prisa.
En sus cajas y bolsones
se llevaban las “championes”,
se llevaban con deleite,
litros y litros de aceite,
vino, postres, camisones
y ¡que piernas de jamones!
Los comerciantes, eufóricos
por ese ascenso meteórico,
vendían a troche y moche,
de día, al alba, de noche ...
Ya no existían horarios
ni feriados ordinarios,
trabajaban sin respingos
los sábados y domingos.
Y el día de San Martín,
desoyendo aquel clarín,
en vez de cerrar la casa
para cantar en la plaza
la Marcha de San Lorenzo,
como era justo -yo pienso-,
vendían igual botines,
bombachas y calcetines.
¡Menos mal que no vio nada
Nuestro Santo de la Espada!
Y si el pueblo se quejaba
de que todo se ensuciaba,
de que con este entrevero
la ciudad era un chiquero,
nuestro Centro Comercial
-siempre fiel al oriental-
Decía: “Los desperdicios
¿que son frente al beneficio?
¿Que importa que en los jardines
nos dejen sus calcetines?
¿Que importa que en las cunetas
abandonen sus chancletas
o colgando de un pestillo
nos dejen sus calzoncillos?
Tal vez es el gesto tierno
de nuestro cliente fraterno
que a punto ya de partir
nos deja su souvenir.
Tanto las ventas crecían
que cada día se abrían
aquí cientos de locales,
y en lugares no habituales
se habilitaban pasillos,
porches, sótanos y altillos;
se habilitaban zaguanes;
se habilitaban garages;
se habilitaba la calle...
Uno iba por la acera
atropellando camperas,
en cualquier hueco o rendija
aparecían cobijas,
en ventanas y balcones
flameaban finos calzones
y en la reja más hermosa
trepaban las musculosas.
En el afán de extenderse
-raros casos pudo verse-,
hubo quien habilitó
en su casa el water-clo
(total, las necesidades
se hacen en las vecindades);
En el hueco del bidé
puso tarros de café
y repleto la bañera
con las famosas “trincheras”.
Y echando la ducha encima
probo al cliente, en forma fina,
que las camperas inflables
¡eran también impermeables!
Ya no había caras serias:
¡la ciudad era una feria!
Los comerciantes, que antes
andaban agonizantes,
bailaban en una pata
y para invertir la plata
compraban campos, mansiones,
lanchas, novillos, aviones...
Muchos cambiaban sus autos
y alguno de ellos, más cautos,
en un turismo invernal,
allá en la Banda Oriental
jugosas cuentas abrían
y palos verdes metían.
¡Se había hallado un tesoro,
Se estaba en la Edad de Oro!
Pero un día muy funesto
salió ese maldito impuesto
y en menos que canta un gallo,
¡se acabó el show uruguayo!
Y el comerciante de acá
¡adiós le dijo al mana!
En esta actual situación
hay quizá una solución
para que retorne el goce
y es pasar por Canal Doce
una súplica doliente,
¡conmovedora!, ¡elocuente!...
que de esta manera diga:
¡Oh, noble estirpe de Artigas,
hermano que estás ausente,
vuelve a cruzar ese puente,
vuelve aquí con tus bolsones
que te esperan tus championes.
Tu qué nos mostraste amor
comprando a más y mejor
-y así por tu amor fraterno
pasamos bien el invierno-
¡no alargues más nuestra espera
y ahora que es primavera,
uruguaya golondrina,
vuelve a la tierra argentina!”
ELVIRA CEPEDA