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Dos o tres veranos atrás me empezó a llamar la atención que algunos amigos europeos me participaban de sus vacaciones en Suecia, Noruega, Islandia y Escocia. Con el tiempo constaté que la tendencia de la clase alta y media es veranear con sus familias en los países del norte y que cada vez se aprecia menos España, Portugal o Italia con sus islas y sus playas abusadas por el turismo tradicional que disminuye y el turismo indeseable que crece.
Las extraordinarias facilidades que han otorgado a los visitantes en Baleares por ejemplo, han dado como resultado, una invasión de gente que pasa sus días alcoholizada y drogada en los peores casos.
Una clase de gente específica que, al igual que las algas asesinas, aniquilan todo lo que está a su alrededor, porque no es posible convivir con ella. O se es como ellos o hay que huír.
Si vamos a hilar fino tendríamos que decir que son aquellas personas de distintos orígenes y culturas que coinciden en considerar que las vacaciones consisten en viajar a un lugar permisivo para descontrolarse hasta el "reviente" sin los límites de la vida ni de la dignidad.
Para alojarlos barato, están en alquiler departamentos normalmente en ruinas a donde pueden dormir veinte personas en dos ambientes por cinco euros la noche por cabeza. Los aéreos tirados cierran el panorama.
Estos turistas, en su mayoría jóvenes, buscan hacer en España principalmente, lo que no pueden hacer en sus países y el resultado es una seguidilla de muertes sin sentido. El "balconing" consiste en abrir la ventana y tirarse de los pisos altos a la piscina. Alguno que otro muere aplastado contra el piso porque borracho, no calcula bien la parábola. Otra usanza que hace furor en las playas por la noche, es todo el mundo desnudo y toma de medidas de los miembros de los varones, en una competencia que no es difícil imaginar cuál es el premio, que suele entregarse allí mismo a la vista de todos. "Torear" borrachos los tachos de basura a la madrugada, embistiéndolos con la frente es otro jueguito de moda.
Si a esto agregamos que las playas están sucias, cubiertas en toda su longitud por edificios monstruosos que suelen tapar el sol, han sido invadidas por los locales comerciales que a veces tocan el borde del agua, en su afán de estar en "primera línea del mar" y muchedumbres ocupan todos los espacios, ofreciendo espectáculos obscenos, grotescos o cuanto menos de pésimo gusto, tendremos clara las razones por las cuales la gente formal no veranea más en la península, en medio de la desesperación de los hoteleros que ven peligrar sus plazas y "pian" tarde como la palomita. Los lugares son como los teatros: tienen un límite de espectadores. No respetar ese límite da como resultado la destrucción por hacinamiento, de todos los hábitos de convivencia.
Si los baños de las playas son insuficientes, la gente hará sus necesidades donde pueda; si no hay lugar en ningún lado para sentarse a comer, comprarán comida en el supermercado y se sentaran en los cordones de las veredas, dejando todos los restos orgánicos pudriéndose al sol. Lejos han quedado las románticas estadías en los pueblos mediterráneos, con caminatas por las blancas callejuelas y las cenas en las terrazas con vista al mar.
Eso sólo en invierno y con limitaciones.
La Europa serena, rica en tradiciones, con buena comida y espacios para disfrutar se ha corrido para el norte, adonde el tiempo imprevisible y la formalidad de sus habitantes hacen difícil el atropello y más difícil aún el alojamiento y comida, ahuyentando una fauna, que considera que las vacaciones deben ser baratísimas y llenas de adrenalina.
No hay nada que prospere más que la precariedad. Poner a disposición de la gente bienes a precios viles y liberar los espacios públicos es el principio de un largo camino de desvalorización y quebramiento de las reglas de juego. Yo no llevaría a mi nieto de ocho años a veranear a un lugar a donde no haya límites para el "relajo". No quiero que vea como vi yo años atrás a la mañana en un portal de un pueblo veraniego, una pareja semidesnuda dormida previsiblemente en mitad del apareo, con jeringas todavía prendidas en sus brazos, que en el frenesí de la droga, no fueron capaces de quitarse.
No será fácil desandar el camino para el mundo empresarial del turismo y menos recuperar a las familias veraneantes, a los viajeros sosegados y respetuosos que buscan la paz de un pueblecito junto al mar y se encuentran con un loquero que no deja de funcionar a "full" las veinticuatro horas con estridencia de infierno.